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Las incómodas provocaciones de un Presidente inesperado

¿Que quiere decir eso? Todo y nada al mismo tiempo. Fernandismo puro. Pero aun así, el Presidente deberá trabajar mucho para que algunos de sus seguidores acepten ese canto a la moderación y esos gestos tan inusuales

MIRADAS 09/02/2020 Ernesto Tenembaum
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En 1974, una periodista llamada Ana Guzzetti le pidió al presidente Juan Domingo Perón una opinión acerca de los repetidos atentados que sufrían unidades básicas de la Juventud Peronista. Perón tuvo entonces una de las peores reacciones de su vida: en lugar de responder la pregunta le pidió a un colaborador que tomara los datos personales de quien la había formulado.

Quince días después, Guzzetti sería detenida. Ese episodio terrible refleja tal vez el peor modelo de reacción de un líder ante una pregunta. Era otro país, otros códigos, otros métodos.

En los 12 años de kirchnerismo, hubo preguntas que generaron conflictos: Néstor Kirchner en 2009 acusó a Leonardo Mindez de ser un mandadero de Héctor Magnetto por atreverse a formular una pregunta muy procedente sobre su declaración patrimonial, y Cristina Fernández reaccionó con furia ante las preguntas de estudiantes en Harvard, algunos de los cuales luego del episodio fueron escrachados por la televisión pública que dependía de ella misma.

Hace pocos días, ocurrió un nuevo episodio de esa saga, pero con un desenlace diferente. Durante una conferencia en París de Alberto Fernández, un estudiante llamado Ian Sielecki le preguntó si el peronismo no era el principal responsable de la tragedia argentina. Selecki es miembro de una de las familias más ricas del país y fue funcionario macrista. Fernández defendió al peronismo en términos cordiales, explicó que tal vez buscar culpas no sea el mejor método para encontrar soluciones y luego lo buscó para conversar personalmente y agradecer el intercambio. En los días siguientes, Sielecki no debió padecer ninguna consecuencia por su pregunta.

El intercambio razonable entre Fernández y Sielecki no debería haber sido una noticia. Tal vez en ese hecho -que sea excepcional un diálogo entre personas que piensan distinto- anide una explicación para la situación que vive el país.

Desde el mismísimo día de su asunción, el nuevo presidente parece decidido a producir una cadena de gestos en ese sentido. La manera en que guió la silla de ruedas de Gabriela Michetti aquella mañana del 10 de diciembre, el abrazo sostenido con Mauricio Macri tras el traspaso del mando, el discurso donde convocó a dejar el odio, la participación de funcionarios oficiales en programas de televisión que eran considerados enemigos por la actual vicepresidenta, la incorporación en actos oficiales de personalidades que eran odiadas por los sectores más intransigentes del kirchnerismo, como Martín Caparrós, van en el mismo sentido. El intercambio entre Fernández y Sielecki se produjo, además, al final de una gira muy rica en señales que marcan otras momentos relevantes del derrotero presidencial.
 
 
La gira de Fernández arrancó con una visita al Estado de Israel. Esa decisión, de por sí, confronta con la historia de la izquierda peronista, que siempre ha considerado a Israel como una cuña imperialista en Medio Oriente y defendido posiciones cercanas a los sectores más extremos del mundo árabe. Al terminar su visita, Fernández calificó a la existencia del estado judío como un “milagro”, surgido de la tragedia del holocausto. “Fue a arrodillarse”, gritó Santiago Cuneo, el conductor antisemita que visitaban muchos líderes kirchneristas durante el mandato de Mauricio Macri.

El contraste entre esas definiciones de Fernández y la incomodidad que otros líderes peronistas sintieron siempre frente al estado judío es muy sensible. Luego, Fernández hizo migas con el liderazgo europeo: la centroderechista alemana, Angela Merkel; el conservador moderado francés, Emmanuel Macron; el socialdemócrata español, Pedro Sánchez. Dos meses es un tiempo exiguo para obtener conclusiones. Pero en sus primeras semanas, Fernández no parece repetir la amistad que exhibía la última Cristina con Angola, Libia o -especialmente- con la Venezuela de Nicolás Maduro.

El recorrido de Fernández es incómodo para quienes tienden a comprender la realidad de una sola manera. Hay un sector del kirchnerismo que empieza a manifestar su enojo por las diferencias entre sus expectativas y esto que ven. El ariete con el que intentan combatir ese contraste es la consigna de libertad a los presos que ellos consideran políticos: Amado Boudou, Milagro Sala, Ricardo Jaime, José López, los hermanos Cirigliano, Julio De Vido, entre otros. Pero basta escucharlos un poco para percibir que, además, disienten con elementos centrales de la política exterior y la política económica insinuada en estos meses. Jorge Ferraresi, el intendente de Avellaneda, pide la libertad de De Vido y cía, chicanea al jefe de Gabinete, al tiempo que defiende a la dictadura venezolana. Es solo un ejemplo.

En el antikirchnerismo también hay un sector duro para el cual los gestos de Fernández son un engaño o, en todo caso, una estrategia útil para un momento de debilidad: con el tiempo, el Presidente mostrará su verdadera esencia, que ya se estaría expresando en designaciones como las de Félix Crous en la Oficina Anticorrupción, de líderes de la Cámpora al frente de organismos muy poderosos, de Ricardo Nissen en la IGJ, en reivindicaciones de personajes como Aníbal Fernández o en los discursos y gestos públicos de Cristina Fernández, como el que ayer produjo en La Habana.
 

Dos referentes muy relevantes de ese sector, sin embargo, polemizaron esta semana con esa visión cristalizada. Primero fue el publicista Jaime Durán Barba: “Yo simpatizo mucho con un padre que tiene esa actitud de apertura con un hijo drag queen. Si yo tuviera un hijo drag queen, querría tener esa actitud.

Lo que la prensa llamó una familia desestructurada, que es la de Fernández, me parece que es un avance. Estoy muy contento”. Luego, la intransigente Elisa Carrió: “Alberto Fernández está haciendo esfuerzos, quiere imponer cierta racionalidad”. “El hijo de Juampi Cafiero no puede ser deshonesto”, agregó sobre el jefe de Gabinete que, en los días siguientes, era cuestionado por sostener que no existen presos políticos sino detenciones arbitrarias.
Algunos de los propios lo castigan, algunos de los enemigos lo elogian. Es muy prematuro para saber quién de todos tiene razón. Fernández será sometido en los próximos años a pruebas extremas, como le sucede a cualquier mandatario.

Esos desafíos irán, de a poco, modelando el perfil de su presidencia. Sus primeros pasos parecen lejos del “fascismo” que deseaban unos y temían otros. Para quienes temen el regreso de los momentos más intolerantes del kirchnerismo eso representa un dilema: negar relevancia a los gestos de apertura tal vez fortalezca a los sectores del Gobierno que quieren volver a los viejos tiempos. Pero exagerar esa relevancia puede implicar bajar la guardia antes de tiempo frente a una una patología que anida en vastos sectores políticos, incluido en el gobernante.

Tal vez la definición más relevante sobre sí mismo la haya dado Fernández en su respuesta a Ian Sielicki: “He aprendido que la política es el arte de administrar la realidad. Y según administres la realidad sos lo que sos. Si sos un conservador querés que la realidad no cambie. Si sos un revolucionario, tiras la realidad por la ventana y empezás a construir. Y si sos lo que soy yo, querés cambiar la realidad con las reglas establecidas. A nosotros nos llaman reformistas. Yo soy eso. No quiero tirar instituciones por la ventana, quiero cambiar la Argentina con las instituciones adentro".

¿Que quiere decir eso? Todo y nada al mismo tiempo. Fernandismo puro. Pero aun así, el Presidente deberá trabajar mucho para que algunos de sus seguidores acepten ese canto a la moderación y esos gestos tan inusuales donde, por momentos, los enemigos de antaño se transforman, simplemente, en interlocutores.

Fuente: Infobae

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