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Si nos encierran para salvarnos, nos terminarán matando

OPINIÓN 30/04/2021 Manuel ADORNI
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Hace algo más de un año (unos 406 días para ser exacto) iniciábamos el proceso de cuarentena más largo (y tedioso) del mundo. Junto a aquel acto administrativo que dio comienzo al confinamiento iniciábamos también el camino de la destrucción del empleo, de la caída brutal de la actividad económica y del cierre de comercios y empresas más virulento del planeta. Para poder visualizar la fotografía de lo ocurrido podemos decir que la economía argentina ha caído durante el año 2020 más del doble de lo que el resto del mundo lo ha hecho en promedio.

Hay que reconocer que lo que nos ha ocurrido ya nos lo había anticipado el Presidente de la Nación con cierto tono triunfalista: “prefiero tener 10% más de pobres y no 100.000 muertos, porque de la pobreza se vuelve pero de la muerte no”. Esa declaración daba paso a dos verdades: por un lado el Presidente no estaba comprendiendo que la economía y la salud van de la mano; por otro, la nueva realidad que nos depararía el futuro tras aquellas decisiones de confinamiento.

Por desgracia, el resultado no fue otro que el esperado: la economía se derrumbó un 9,9% (algo así como haber apagado literalmente a la Argentina durante 40 días), el desempleo llegó al 15% (siendo absolutamente conservador), la pobreza alcanzó al 42% de la población (lo que significa que algo más de 19 millones de personas viven por debajo de la línea de pobreza), la indigencia superó los dos dígitos para situarse en un 10,5% (lo que representa que 4,5 millones de personas no pongan un plato de comida arriba de la mesa todos los días) y que miles de comercios, pymes y esperanzas hayan quedado sepultados en el desinterés y la negligencia del gobierno, para nunca más poder volver a ver la luz. La inflación y una olla a presión en materia de precios acompañados por una emisión monetaria casi sin precedente, también están presentes en este coctel de desavenencias. Este fue el costo de haber elegido (solo por capricho político y sin ninguna necesidad) entre la salud y la economía. Y a pesar de ello, hemos superado la triste cifra de 63.000 personas fallecidas a causa del coronavirus, esos que dijimos que íbamos a evitar gracias al esfuerzo económico. Es evidente que algo ha salido mal, bastante mal.


El pasado no tiene cura ni remedio, aunque si nos debió haber dejado algo bien en claro: en esta “segunda ola” no podemos caer nuevamente en la falacia de enfrentar a la salud con economía. La degradación de la sociedad argentina en prácticamente todas sus formas, pero especialmente en lo que atañe a la educación y a la economía ha sido tan devastadora que ya no hay opciones. La economía no puede cerrarse y la educación no puede seguir dilapidándose entre desencuentros políticos y sindicalistas oportunistas. No hay lugar para elegir nuevamente por la improvisación, la negligencia y el oportunismo.

El confinamiento estricto es una medida que puede tolerarse solo si se dan dos condiciones: tiene que ser económicamente viable y las medidas deben tener un alto nivel de acatamiento. Si nos concentramos en el plano económico ya no tenemos más margen. Tanto es así que hace exactamente doce meses nos confinaron de manera estricta cuando los casos eran 150 por día y las muertes apenas 3. Hoy los casos diarios se han multiplicado 150 veces y las muertes unas 100 y sin embargo, el encierro absoluto parece una medida algo lejana. No hay cimientos para construir otro desastre similar al que han construido el año en el que estrenamos la pandemia por covid-19. Las pymes que lograron sobrevivir, han quedado heridas de muerte: endeudadas, con escasas ventas, sin stock de mercaderías y con una inflación que no los deja proyectarse hacia adelante. Amén de esto, ya no cuentan con crédito y miles han quedado expuestas a conflictos laborales que en muchos casos, algún juicio terminará de llevarse lo poco que queda de ellas. El Estado voraz no ha hecho absolutamente nada, ni por ellos ni por nadie: no se genera empleo y no hay una sola medida que se aliste en esa dirección.


El encierro extremo también es tolerable si las victimas del mismo entienden que el Gobierno avanza raudamente hacia una solución definitiva: un robusto plan de vacunación como herramienta principal para generar confianza y anclar expectativas. Hoy el país cuenta con menos del 2% de su población inoculada con las dos dosis de vacunas que corresponden: una vergüenza absoluta por la que nadie responderá ni dará explicaciones jamás. Más aún, dentro de esos afortunados se encuentran los tantos que lograron inocularse por contactos políticos y amiguismos partidarios. Incluso se conoció que se repartirán 70.000 dosis de las escasas vacunas que se dispongan entre los movimientos sociales.

La Argentina atraviesa tres crisis simultáneas. Por un lado, una crisis estructural: desde el año 2011 que el país no crece. Luego, una crisis de inversión: hoy la inversión promedia los 5.800 millones de dólares por mes cuando solo cubrir el desgaste del capital lleva consigo unos 6.000 millones de dólares. Dicho de modo más sencillo: no todas las máquinas que se rompen y dejan de funcionar son reparadas, lo que implica que cada vez habrá menos crecimiento, menos producción y por sobre todo, menos empleo. Y finalmente, la crisis sanitaria: sin vacunas, sin saber que ocurrirá mañana, sin conocer a ciencia cierta cuáles serán a partir de ahora las decisiones que tome cada día el gobierno y lo que es peor aún: sin saber cuándo terminará todo.

El Gobierno no ha hecho nada ni al comienzo de la pandemia ni durante el transcurso de la cuarentena. Incluso peor que eso: tampoco ha hecho nada pensando en lo que vendría. Nos han dejado la economía destrozada y la salud colapsada (sin vacunas, sin insumos y sin infraestructura). Pero por sobre todo, nos han dejado la desconfianza absoluta en todo lo que definan de aquí en más. Si pretenden repetir fórmulas que nos han hundido en la pobreza y en el fracaso sanitario, volveremos a repetir los mismos resultados, esos resultados que esta vez, no pueden darse en esta Argentina, al menos que estemos dispuestos a condenarnos a la más absoluta miseria.

Fuente: Infobae

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