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El Presidente, atrapado otra vez en su propio laberinto

OPINIÓN 04/05/2021 Fernando Laborda*
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El conflicto planteado por la salida o la continuidad del subsecretario de Energía Eléctrica al que respaldan Cristina Kirchner y el Instituto Patria, y al que pretende despedir el ministro de Economía, Martín Guzmán, con el aval de Alberto Fernández, plantea un nuevo contrasentido en la forma que asume la gestión presidencial. ¿Hasta dónde y hasta cuándo puede el poder vicepresidencial ser una barrera para la toma de elementales decisiones gubernamentales, como el reemplazo de un funcionario de segunda línea?

Lo último que se dejó trascender en la Casa de Gobierno era que aquel subsecretario, Federico Basualdo, se iba a terminar yendo, aunque no todavía. No deja de ser una respuesta que deja herido al titular del Palacio de Hacienda, y que devalúa su autoridad.

¿Puede ser puesto en jaque un ministro que está negociando la deuda argentina en el más alto nivel internacional por un subalterno que es apenas poco más que un cuatro de copas en el ámbito del Gobierno? Nadie cree eso en la Casa Rosada, pero en la vereda del cristinismo importantes dirigentes no parecen pensar igual. Concretamente, el gobernador bonaerense, Axel Kicillof, dio ayer la nota: cuando el periodista radial que lo entrevistaba comenzaba a despedirlo, sin que nadie se lo preguntara, salió a defender a Basualdo, a quien calificó como “un excelente funcionario”, al tiempo que avaló su posición en materia de tarifas eléctricas, que no es la misma que tiene Guzmán.

Los intentos de condicionar al ministro de Economía desde el cristinismo comenzaron a hacerse públicos hace algún tiempo, cuando la vicepresidenta de la Nación cuestionó indirectamente a Guzmán por la forma en que estaba negociando la refinanciación de la deuda con el FMI e introdujo la novedad de que el organismo internacional debía concederle a la Argentina un plazo de veinte años para pagar, algo no contemplado en los estatutos del Fondo, que solo admite un plazo de diez años para créditos de facilidades extendidas.

Más recientemente, fue el ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, quien disparó contra Guzmán: “La pandemia es una cosa demasiado grave para dejarla en manos de un economista”, sentenció.

Todo lo ocurrido reactualiza la idea de que el cristinismo no solo ha copado distintas áreas de la administración de Alberto Fernández que van más allá de la política judicial del Gobierno, sino que aspira a hacer lo propio con la política económica.

A partir del conflicto suscitado entre Guzmán y Basualdo, el Presidente no solo se encontró ante una ocasión para avalar a su ministro, sino también frente a una oportunidad para demostrar que todavía es él y no Cristina Kirchner quien fija el rumbo en materia económica. Hasta ayer, una vez más, la estaba dejando pasar.

No hay dudas de que el primer mandatario desea fervientemente que su ministro de Economía permanezca en el cargo. Los mercados y los grandes actores económicos apoyan también su continuidad. No porque estén enamorados de Guzmán ni persuadidos de que sus ideas salvarán a la Argentina, pero sí porque los une el espanto a la posibilidad de que, si se va el actual titular del Palacio de Hacienda, venga algo peor. Guzmán es para ellos una barrera frente a políticas más intervencionistas aún que las actuales.

No es una novedad exclusiva de los tiempos que corren, pero es necesario tenerla presente: las presiones por aumentar el gasto público mientras el país carece del suficiente financiamiento genuino vienen provocando fuertes tensiones políticas dentro de la coalición gobernante. Unos, como el ministro Guzmán, miran el presupuesto y tratan de que no se desborden mucho más de lo previsto las cuentas fiscales. Otros, desde el Instituto Patria, se enfocan en el plano electoral y en su propia audiencia, desde una concepción eminentemente populista que dificulta una discusión más racional sobre las tarifas de los servicios públicos, entre otras cuestiones.

Cristina Kirchner hizo pública su posición de que las tarifas de energía eléctricas no podían ser aumentadas este año en un porcentaje que superara el dígito, aun cuando la inflación proyectada en el presupuesto fuera del 29% y, por si esto fuera poco, todos descuentan que se ubicará por encima del 40% este año.

Guzmán, en cambio, sostiene que, si las tarifas solo suben el 9%, como quiere la vicepresidenta, el Estado deberá hacer un esfuerzo mayor en términos de subsidios, que incrementarán el ya de por sí elevado déficit fiscal. En otras palabras, cuanto menos suban las tarifas, más grande será el gasto público y el rojo de las cuentas fiscales, y mayor la emisión monetaria. Este criterio no era compartido, obviamente, por el subsecretario Basualdo, quien, según Guzmán, venía demorando un estudio de segmentación tarifaria.

Empresarios que dicen conocer a Basualdo lo caracterizan por un perfil netamente ideológico, que arrastra un odio visceral y una desconfianza absoluta hacia las empresas privadas del sector energético. Afirman que, en sus formas, es fácilmente advertible que no escucha ni cree en los argumentos que se le exponen del otro lado del mostrador de las empresas eléctricas e imagina que estas se han llenado de dinero, al tiempo que íntimamente desearía que los servicios públicos no estén en manos privadas, sino del Estado. Encarna el pensamiento vivo del ala más dura del kirchnerismo, que también apuesta a otras estatizaciones, como la de la Hidrovía, alternativa desechada ayer por el flamante ministro de Transporte, Alexis Guerrera.

El funcionario a quien Guzmán quiere despedir expresa, como en vastos sectores del kirchnerismo, las contradicciones del relato de un Estado presente, que lograron que, entre 2003 y 2015, la Argentina pasara de ser un país exportador de energía a convertirse en un fuerte importador. La pérdida del autoabastecimiento energético fue el resultado de un proceso caracterizado por el prolongado congelamiento de las tarifas y de los precios de los combustibles mientras la inflación se multiplicaba.

Hoy, el gobierno de Alberto Fernández está tropezando con la misma piedra y se resiste a escuchar a quienes le advierten que, con el verso del Estado presente, corre el riesgo de que, una vez más, los subsidios públicos a la oferta destruyan la capacidad productiva, induzcan al derroche a los consumidores de mayor poder adquisitivo y terminen condenando a los más pobres a pagar precios cada vez más exorbitantes por una garrafa.

 

 

* Para La Nación

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