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Líbano, el país donde nadie habla del futuro

INTERNACIONALES 21/12/2021 Ebbaba HAMEIDA
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“Amamos tanto la vida porque hemos perdido toda la esperanza”. Con esta contundencia se expresa la artista libanesa Melissa Ghaz. Resume la filosofía de vida de los beirutíes. Da un sorbo al café y se queda en silencio. Solo la música en las calles disimula el cansancio de un pueblo que ha dejado de hacer planes para mañana. Nadie habla del futuro en Líbano.

El país afronta uno de los peores momentos de su historia. Ya arrastraba una profunda crisis cuando se produjeron dos acontecimientos brutales e imprevisibles. La explosión en el puerto de Beirut, que dejó en agosto de 2020 más de 200 muertos y enormes daños de los que todavía no se ha recuperado la ciudad. La pandemia ha colapsado, además, el sistema sanitario y arruinado la economía. “Las crisis son muchas. La depresión se produce porque nadie sabe cómo adaptarse a los nuevos escenarios”, explica Marie Hardan, psicóloga y consejera socioeducativa. “Y todo esto se suma a los problemas políticos que ya teníamos”, precisa.

Líbano ha sufrido una caída drástica del PIB de cerca del 40% desde 2018, según el Banco Mundial. La inflación ha acumulado un alza del 200% a lo largo de los dos últimos años. La devaluación de la lira —con respecto al dólar— alcanza el 90% . La escalada del precio del combustible no tiene freno.

El Estado ya no tiene capacidad de respuesta. No se garantiza el suministro eléctrico en los hospitales, ni el acceso al agua, o a las medicinas. Ni el derecho a la educación de los menores y adolescentes. La incertidumbre vuelve a poner a prueba a una sociedad que vive en la improvisación del día a día.

Por las noches, las calles de Beirut son testigo mudo de las desigualdades sociales. De un simple vistazo es fácil distinguir entre ricos y pobres, basta fijarse en las fachadas de los edificios para descubrir la capacidad de acceder a la energía eléctrica. Los más afortunados tienen generadores propios. En los barrios humildes, recurren a velas y candiles. Una diferencia que no para de crecer y que ha carcomido la clase media. “Los cortes de luz todas las noches hacen que mi hija de seis meses duerma sin calefacción y en mi piso hace mucho frío”, cuenta Ahmed Nasridin, de 29 años, y que trabaja como taxista. “Los faros de los coches sustituyen a las farolas para iluminar las calles”, describe las noches libanesas.

“Beirut está irreconocible”, coinciden los jóvenes consultados. No es la ciudad de su infancia. Todos vienen arrastrando problemas de infraestructura eléctrica desde la guerra civil (1975-1990). Ahora incluso el autoabastecimiento empieza a ser complicado por la subida del precio del gasóleo para los generadores. Una alternativa con la que no suelen contar las casas en los barrios más humildes. “No todos tenemos generadores, es cuestión de suerte que el dueño de la vivienda cuente con ello y que el inquilino pueda pagar el combustible”, explica Nasridin.

“Solo en noviembre hemos estado sin luz 524 horas de las 720 que tiene el mes”, indica Hassan Alauz, responsable del departamento técnico del Hospital Universitario Rafik Hariri, en Beirut. El hospital público más grande de Líbano y el principal para el tratamiento de la covid-19. “Dejamos zonas sin iluminar, ascensores sin utilizar, apagamos el aire acondicionado. Priorizamos los quirófanos y las unidades de almacenamiento para ahorrar combustible”, revela.

El hospital dependía de la compañía eléctrica estatal, pero a raíz de la crisis actual comenzó a tener que conectar los generadores al menos 12 horas al día. En estos momentos, hay jornadas en las que son la única fuente de energía. “Invertimos gran parte de nuestros fondos en gasóleo. Esto supone un grave problema para financiar los tratamientos y comprar medicamentos. Las zonas mejor iluminadas del centro son las que cuentan con el apoyo de organizaciones internacionales”, informa Wahida Ghalayini, directora del hospital. Además, muchos aparatos médicos se estropean a causa de los cortes y apagones. Y cuesta mucho dinero arreglarlos.

El personal médico está agotado y no tiene motivación para continuar. “El sueldo ya no compensa. Lo que ganamos nos lo gastamos en el trayecto de ida y vuelta”, se queja Amal Nasif, una enfermera de 35 años. El salario medio ya no aguanta hasta final de mes, incluso funcionarios y militares han visto mermada su capacidad económica para subsistir. La inflación y la carestía, así como la falta de soluciones, han elevado el descontento social así como el rechazo de la clase política.

El sistema político libanés dispone de una distribución de escaños y cargos por grupos religiosos y étnicos. En la actualidad, el modelo ha colapsado. “El problema es este sistema sectario que no es práctico y no ayuda a resolver los problemas”, asegura la psicóloga Hardan. Desde la explosión de Beirut, se ha tardado 13 meses en pactar al nuevo primer ministro, Nayib Mikati, precisamente el hombre más rico de Líbano. Asumió el cargo el pasado 10 de septiembre.

La Educación como termómetro de la crisis social

Las escuelas son otro termómetro de la crisis social. La bancarrota del país está relacionada con el gran incremento del absentismo escolar. Para Unicef, el problema está ligado con el aumento del trabajo infantil y los matrimonios precoces. “La infancia con discapacidad, las niñas y las adolescentes, los refugiados y los más pobres corren mayor riesgo de no volver nunca a aprender”, advierte Yukie Mokuo, representante de Unicef en Líbano.

Los centros educativos disponen de electricidad en función de si son públicos o privados, y del barrio en el que se ubican. La escuela Hallak, en un distrito humilde, es fiel reflejo de la decadencia del país. No tiene recursos para poner en marcha calefacción, por lo que su alumnado permanece con la ropa de abrigo en clase. Las maestras notan el agotamiento físico y el hambre que los escolares traen desde casa. “Antes no repartíamos comida, ahora hacemos bocadillos. Puede que sea el único alimento que vayan a comer ese día”, lamenta una maestra.

Amani, de 14 años, es la primera de clase y quiere ser dentista. Está sentada en la primera fila y persigue los movimientos de su profesora. Por las tardes ayuda a su madre cosiendo trajes y arreglando ropa para poder mantenerse en la escuela ella y sus seis hermanos. “Tiene mucho talento y este año su madre nos dijo que no podía pagarle la matrícula y decidimos no cobrarle”, revela Maha Badeg, la coordinadora del centro.

Fatma Abdelrazag, la madre de Amani, prepara el té mientras expone todas las trabas que se han encontrado en Líbano por ser sirios. Le costó mucho conseguir la residencia legal. La pobreza golpea sobre todo a la población refugiada. Naciones Unidas tiene contabilizados unos 865.000 sirios en Líbano, cifra que el Gobierno eleva a 1,5 millones. Miles de familias malviven en asentamientos o en los barrios más humildes. Entre los sirios, la situación es dramática: el 90% apenas logran sobrevivir, por debajo del umbral de la pobreza.

Abdelrazag lleva 10 años en el país y sus hijos estuvieron tres años sin poder ir a la escuela. Una evaluación de Naciones Unidas de 2021 determinó que el sistema educativo libanés acoge a 660.000 niños refugiados sirios en edad escolar, pero 200.000 nunca han ido al colegio, y casi el 60% no habían estado escolarizados en los últimos años. La infancia no sabe qué futuro le espera en Líbano. “¿Qué explicaciones le daremos a nuestros hijos e hijas?”, se pregunta la psicóloga Hardan. “Estamos inmersos en una lucha de la supervivencia”, se responde a sí misma. “Así que mejor no hablemos del futuro”.

Fuente: El País

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