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La guerra en Ucrania cuando se tienen 10 años

INTERNACIONALES 06/03/2022 Cristian SEGURA |Antonio PITA |Raúl SÁNCHEZ COSTA
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Los niños se sienten incómodos cuando sus madres lloran. No saben cómo reaccionar, hacen una mueca que quiere ser una sonrisa de circunstancias. Viktoria es diferente: acaricia la mano de su madre cuando a esta se le humedecen los ojos. Llora porque su hija, de 10 años, acaba de explicar a los periodistas de EL PAÍS que lo que va a echar más de menos es a sus abuelos. Están sentadas en el banco de una parada de tranvía de Lviv, al oeste de Ucrania, a 800 kilómetros de su hogar. Su casa se encuentra en el frente de guerra, en una aldea de la provincia de Járkov. Llevan dos días de viaje y todavía les queda uno más hasta llegar a la frontera con Polonia. Allí les espera su padre, que trabaja en Varsovia.

De entre los más de un millón de refugiados ucranios que han huido de la guerra, decenas o cientos de miles son niños que escapan de la mano de sus madres. Otros tantos se esconden en refugios diariamente o malviven en ciudades cercadas como Mariupol. Casos como el de Viktoria evidencian hasta qué punto la guerra se muestra con todo su horror a los ojos espantados de un niño.

El frío fue inusualmente severo este sábado en Lviv. Viktoria se calaba justo por encima de los ojos su gorra con el logo de TikTok. Vlad tiene 11 años y también procede de la provincia de Járkov. En su mochila tuvo tiempo de meter una camisa, un pantalón y la comida que su madre le encomendó cargar. El más importante de sus enseres es un muñeco azul, un monstruito redondo: se lo dio su padre cuando se despidieron en la estación de Járkov. “Lo perdí en el tren y lloré mucho”, recuerda Vlad, “pero al final lo encontramos”. Tanto él como Viktoria y su hermana Juliana están inusualmente tranquilos en la estación de Lviv, en el oeste de Ucrania. “Es que ya lloramos mucho ayer al partir el tren”, se justifica Juliana, “porque sabíamos que bombardearán nuestra ciudad”.

Stanislava y Vladislava son amigas y se reencontraron en Lviv. De 8 y 9 años, respectivamente, eran vecinas en Kiev. Fue precisamente en la escuela cuando oyó los primeros misiles caer en la capital de Ucrania. “Estábamos todos encerrados en el refugio y pasamos mucho miedo”, relata Stanislava, y en voz baja confiesa que también pasó vergüenza: no se atrevía a romper el silencio en el refugio para avisar a la profesora que tenía pipí.

Mientras, en un salón de bodas de un hotel de la ciudad rumana de Suceava, Dina Vok, de 13 años, se sienta en un colchón. A su alrededor hay cientos de personas, todos refugiados como él, que han salido por la frontera rumana. Dina es de esos que se guarda todo para dentro. Viene con su tía y primos de la ciudad de Vinitsia, donde siguen su padre, militar, y su madre, una enfermera que sintió la obligación moral de quedarse.

Escucha música y juega con su primo, o a los videojuegos en el móvil, para combatir el aburrimiento, pero ha dejado de consultar TikTok porque, dice, “está lleno de propaganda rusa”. Hace poco más de una semana, lo hizo mucho para lidiar con el nerviosismo. Su madre lo había despertado pocas horas antes, justo al empezar la guerra, y explicado sin medias tintas que debía marcharse porque Rusia estaba bombardeando su país. “Estaba muy asustado. Iba metiendo en la maleta la ropa que ella me decía”, recuerda. Cuando el coche se quedó detenido en un enorme embotellamiento a la salida de la ciudad, se centró en consultar su teléfono: “Miraba todo el tiempo TikTok, Google News y Telegram para saber qué pasaba”, cuenta.

Entiende que “esto es muy real, no un sueño”, pero su sudadera verde, con la palabra “Positive” serigrafiada, resume su filosofía de vida. “Aquí estoy bien: puedo comer y hace calor”, asegura, aunque se nota todo lo que le pasa por la cabeza —y se esfuerza por no exteriorizar— cuando alguien menciona a sus padres.

— ¿Qué es para ti la guerra, Dina?

— Cuando un país mata a gente de otro porque es ambicioso.

Ahora se dirigen a Bucarest para que su madre, que está saliendo por otra frontera, le dé “un abrazo” antes de regresar a Ucrania. Él irá a Emiratos Árabes Unidos, donde viven sus abuelos. “Será muy chulo. Una especie de vacaciones del cole. Y allí hace calor”.

Sofia Holodalina, de 14 años, se pone a dar saltitos de alegría sentada a lo indio cuando se acerca el periodista, y eso que piensa que “los periódicos son cosa de viejos”. Es lo más parecido a algo divertido que le ha pasado esta semana. Llegó hace unas horas a Rumania desde Zaporiyia, que justo ocupa ese día los titulares porque alberga la mayor central nuclear de Europa y ha sido tomada por las tropas rusas.

Saca sus ganas de reír cuando su madre explica que tenían pensado ir en la segunda mitad de 2022 a visitar a su hermana en Torrevieja, en la provincia de Alicante, pero la guerra les ha obligado a adelantar los planes. “¡Gracias, Putin, por este favor!”, tercia con sonrisa pícara enfundada en un chándal. Y cuando el periodista le cuenta que en Torrevieja hay playa se le dibuja una sonrisa y se queda mirando hacia otro lado. “Creo que me quedaré en España. No creo que quiera volver ya a Ucrania. Solo para ver cómo se reconstruye, cómo se rehace todo de la nada”.

En la abarrotada y caótica estación de Kiev, uno de los lugares que sirven de escapatoria de la guerra, Islam, de 12 años, no quita un ojo a sus hermanos pequeños, Ilias, de siete, y Yasín, de cuatro. Se mueven alrededor de una gran maleta de ruedas naranja en medio de cientos de personas. Les acompaña su madre, Kamala, de 28, que, aparentemente, no habla ucranio y deja que sea su hijo el mayor el que se comunique con el reportero. Su padre, Ali, de 35 años, les acompañará hasta la frontera y luego regresará a Ucrania. Para esta familia uzbeca, llegada a Ucrania hace cuatro años, ha sonado otra vez la hora de emigrar. Al niño se le ve resuelto y seguro en medio de la vorágine. Para ellos se ha acabado, al menos de momento, el seguir el curso escolar, el redondear la integración lejos de Uzbekistán… Riadas de personas, tanto extranjeros como ucranios, acuden cada día a tratar de buscar hueco en alguno de los trenes que parten hacia Lviv. Acceden desde el recibidor de la estación a la planta alta y, tras comprobar que el siguiente convoy hacia el oeste parte de la vía 10, se dirigen directamente al andén y a su nueva vida

A las seis de la mañana del viernes, Nika, de 11 años, abandonó su casa de Odesa, junto a su madre, dos de sus hermanas y su perrita. Seis horas después cruzaban la frontera de Moldavia. Llegaron en coche. En la tienda donde se ofrece un té y bocadillos a los recién llegados, esperaban a que un primo las llevara Chisinau, la capital, para quedarse con él “una semana”. Nika cumplirá 12 años la semana que viene y guarda la esperanza de estar de regreso para entonces. “Llora todo el rato porque su mejor amiga se ha ido a Polonia y ya no volverá, se quedará allí estudiando”, cuenta su madre. Las niñas corrigen el inglés de su madre, ríen, al momento se quedan absortas. “Queríamos irnos, daba mucho miedo. Hemos tardado una hora en cruzar la frontera”, dice la mayor de las hermanas que no habla más inglés. María, la hermana más pequeña, de 9 años, dice “Estoy bien”. Coge un peluche y sigue jugando con la tableta entre sus maletas. Las otras se turnan para ver el móvil, para cargar la perra en brazos. Tienen todas los labios cortados del frío.

En este reportaje han colaborado Luis de Vega desde Kiev y Alejandra Agudo desde Palanca (Moldavia).

Fuente: El País

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