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La política, enredada en la semántica y la hipocresía

OPINIÓN 07/03/2022 Claudio Jacquelin*
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Jorge Luis Borges escribió, hace exactamente 38 años, lo que él denominó “el primer borrador, sin duda incompleto, del vocabulario habitual de nuestra hipocresía”. Allí sostiene que en la Argentina la hipocresía no es el tributo que el vicio paga a la virtud, sino a la fama. A la necesidad de sostener la imagen, el mito, los símbolos. 

Las discusiones que estructuran el debate sobre el entendimiento con el FMI no pudieron darle más vigencia. La política (también la sociedad) ha reducido el debate al plano semántico antes que al económico y social. Importan más las palabras y su connotación dentro del universo de lo decible. Más que a las consecuencias (positivas y negativas) y las soluciones (o la falta de ellas) derivadas de ese acuerdo.

“Ni ajuste, ni reformas, ni aumento de tarifas ni impuestazo”, reza Alberto Fernández y repiten sus apóstoles. La santísima trinidad en versión negativa que construye el albertismo para lograr apoyo y evitar que se sumen rechazos sintetiza su preocupación central. Mantener la imagen. Preservar el símbolo. Sostener un relato. Ganar tiempo.

“El culto de esa imagen nos ha llevado a una profusión de eufemismos”, decía Borges en aquel texto publicado en el diario Clarín el 8 de marzo de 1984. Para que se entendiera de qué hablaba, el genio ponía un ejemplo de absoluta actualidad para entonces: “Un grupo de cambiantes militares se encarama al poder y nos maltrata durante unos siete años; esa calamidad se llama el proceso. Los terroristas arrojaban sus bombas; para no herir sus buenos sentimientos, se los llamó activistas. El terrorismo estrepitoso fue sucedido por un terrorismo secreto; se lo llamó la represión”.

La decadencia argentina tiene su correlato en el lenguaje. A aquella profusión de eufemismos, que no dejaba de mostrar cierta riqueza (ahora en proceso de extinción), le ha sucedido el mecanismo de la cancelación. Lo que no se puede ni se debe decir. El problema ya no son los vocablos, sino los asuntos que no se deben nombrar, las cuestiones sustantivas que no se pueden abordar y, en definitiva, los problemas que no se logran resolver. Significantes vacíos que no hay manera de llenar.

“No importa que haya pobres; lo que importa es que no se sepa”, sentenciaba Borges en ese texto premonitorio. No podía anticipar, aunque parecía prever, que 31 años después un ministro de Economía llegaría a decir. “No tengo el número de pobres, me parece que es una medida un poco estigmatizante”, respondió en una entrevista radial el 26 de marzo (¡qué mes!) de 2015 Axel Kicillof. Ni siquiera se le ocurrió un eufemismo para hablar de la pobreza, prefirió negarla, invisibilizarla. Cancelarla. La doctora en Letras que tiene a su lado podría haberlo asesorado para no incurrir en hipocresía explícita.

“Segmentación”, “políticas de resiliencia”, “inclusión laboral con perspectiva de género”, son los módicos eufemismos de la hora expuestos en el texto oficial de comunicación del acuerdo y con los que se aborda de soslayo el descalabro estructural de la economía, las finanzas públicas y la situación social. El entendimiento con el FMI permite seguir dilatando su abordaje. Eso es lo que autocelebra el Gobierno. De aquel “modelo de acumulación de matriz diversificada con inclusión social”, con el que el kirchnerismo original ilusionó y defraudó a tantos, a estos parches lingüísticos para sacarnos la soga del cuello y desafilar la espada de Damocles, diría el aforista contemporáneo Alberto Fernández.

Los malditos indecibles

En tal contexto, expresiones como “reformas”, “reducción del gasto público”, “aumento de tarifas”, “equilibrio fiscal” resultan palabras y acciones malditas. Indecibles que operan como trampas insalvables. Para el oficialismo y para la oposición.

“Ajuste”, “tarifazo”, “devaluación”, “precarización” son los anatemas con los que se obtura el debate imprescindible para no volver siempre al mismo sitio. Como si la realidad no terminara imponiéndose y haciendo por las malas y sin necesidad de ponerle nombre lo que la política se niega a ver y a hacer.

Para clausurar discusiones, el Presidente se ufanó el martes pasado ante la Asamblea Legislativa de que el acuerdo con el FMI no imponía reformas ni ajustes. Como si, a partir de ahora, los desequilibrios fueran a desaparecer, el financiamiento del Estado estuviera garantizado y el crecimiento, asegurado.

Por las dudas, en el entorno de Fernández y de Martín Guzmán ya orejean excusas ante eventuales (o muy probables) incumplimientos del acuerdo en las revisiones trimestrales. Un inventario de botes salvavidas para llegar a la playa de 2023.

“El aumento de los ingresos por exportaciones, por la suba del precio de los granos, va a compensar el incremento de las importaciones por el alza del costo de la energía que debemos comprar, de manera que no se afecte la acumulación ni crezca el déficit por encima de lo acordado. Si se descalzara, hay una cláusula que abre la puerta para pedir un waiver [perdón] porque se deberá a imprevistos, como la guerra en Ucrania”, ejemplifican en la Casa Rosada. Improbables mundos felices.

Así es como Fernández se permitió prometer ante el Congreso pasar de los planes sociales al empleo, sin explicar cómo lo haría. Como si no reparara en la realidad de que los trabajadores argentinos que integran la “economía popular” (celébrese el eufemismo) representan nada menos que casi la mitad de la fuerza laboral del país y que el sistema que se niega a revisar o adecuar no los incluye, ni los beneficia. Por el contrario, contra lo que se pregona, el Gobierno está en proceso de cristalizar la condición de ciudadanos de segunda clase de esos trabajadores precarizados (que algunos especialistas estiman en 7,7 millones), legalizando su representación. Límites que impone la realidad, pero que no se pueden decir. Reformas de hecho.

Como señaló ayer en un interesante hilo de tuits el especialista Sebastián Welisiejko, “Fernández garantizó la continuidad del statu quo” respecto de la cuestión social. Para concluir que las propuestas presentadas “parecen mero voluntarismo dado el contexto y lo que se viene”.

El retraso que padecen las jubilaciones, como ya ocurrió, pero más brutalmente, en los primeros años del kirchnerismo, y los cientos de miles de juicios irresueltos o impagos por retrasos en las actualizaciones de haberes son otra reforma de hecho. Mientras, se suman beneficiarios sin aportes y la vicepresidenta cobra dos millonarios haberes por mes. Los mitos y sus construcciones no se tocan. Borges lo dijo.

“Default” es la otra palabra maldita que se arrojan oficialistas y opositores, entre sí y de un bando a otro, para atemorizar, para sumar adhesiones, para espantar.

En ese corral semántico está encerrada también la oposición cambiemita sin encontrar cómo evitar costos, pagar cuentas ajenas, y, al mismo tiempo, mostrarse responsables y defensores de las instituciones, como pregona su dirigencia.

La coincidencia, transformada en mandato (moral y político) de que había que acordar con el FMI, se terminó en el seno de JxC con el entendimiento y las consecuencias que se derivan de él. No hay criterios uniformes, intereses concurrentes ni diagnósticos compartidos para armonizar relatos y acciones, sin fórceps ni incomodidades. En eso siguen estando las distintas facciones cambiemitas. Al margen de pronunciamientos de ocasión. El tiempo también corre para ellos.

Más divididos que nunca

El consignismo marca y reduce todas las discusiones. El Presidente y sus más cercanos, que cultivan su propia narrativa, curiosamente se quejan de eso mismo respecto de la propaganda antiacuerdo que desde hace un mes despliega el cristicamporismo, con Máximo Kirchner en el rol de primer solista.

“Dicen que el acuerdo es malo, que es una claudicación, que no hay que firmarlo, pero no aportaron ni una sola solución alternativa. Dicen que no quieren el default y niegan que la única opción sea el default, pero solo repiten consignas y hacen arqueología de la negociación, como si no tuvieran ninguna responsabilidad en las dilaciones o no hubieran puesto piedras cuando había un mejor escenario para avanzar”, repiten algunos de los miembros de la pequeña mesa chica política de Fernández.

Como nunca antes, nadie disimula en ese espacio el enojo, la distancia y la desconfianza con el heredero bipresidencial y La Cámpora. Sin retorno. Pero sin ruptura. Instinto de supervivencia.

En la Casa Rosada confían en que ese instinto de supervivencia prime para que antes del próximo fin de semana salga aprobado de Diputados el acuerdo con el FMI.

De lograrlo, los allegados presidenciales vuelven a prometer que se verá un Presidente más proactivo. “No va a esperar a que le llegue la pelota, sino que la va a ir a buscar como ya hizo cuando apretó para acordar con el FMI, aun cuando Guzmán seguía dando vueltas”, auguran, al tiempo que admiten que el ministro de Economía salió raspado del entendimiento que negoció durante dos años.

La ilusión es que lo capitalice Fernández para darle sustento a la campaña por la reelección en la que ya piensan y con la que prematuramente sueñan en el primer piso de Balcarce 50 y en Olivos. No es ficción. Hay que sostener los mitos, diría Borges. A veces se hacen realidad. Eso creen sus constructores.

 

 

* Para La Nación

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