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Cristina: triste, solitaria y desleal

POLÍTICA 20/03/2022 Joaquín Morales Solá*
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Si la guerra es la derrota de la verdad, la guerra de Alberto Fernández anuncia la victoria de la inflación. Si el oportunismo es el fracaso de la política, el de Cristina Kirchner es el presagio de la autodestrucción.
Entre la impotencia y la indudable especulación, los dos máximos líderes de la coalición peronista gobernante se alejaron aún más entre ellos. El colmo de esa distancia, con raíces más profundas en el pasado que en el presente, ocurrió cuando la vocera presidencial, Gabriela Cerruti, confesó públicamente que la vicepresidenta ni siquiera le contesta los mensajes al Presidente. La historia no registra un caso parecido. Semejante descortesía solo puede ser cometida por una personalidad tan compleja como la de Cristina Kirchner. Alberto Fernández ha convertido en arte el ejercicio de hablar sin decir nada. Cristina Kirchner prefirió, a su vez, aparecer vencida antes que quebrar el viejo mito de su trifulca solitaria contra el Fondo Monetario. La inflación puede dormir tranquila porque ningún ejército la acecha, y la vicepresidenta también podrá vivir en paz: el país no caerá en default con el Fondo y ella seguirá siendo su imaginaria enemiga. El problema, sin solución para ella, consiste en que su destino está atado al del Presidente, con el Fondo o sin el Fondo. Solo el pequeño círculo próximo a la vicepresidenta descifra la diferencia entre su silencio y la complicidad con el gobierno de Alberto Fernández. Cristina se encierra cada vez más, triste y desleal, dentro de un insignificante ateneo donde rigen las leyes de la obsecuencia y la sumisión. 

¿Quién le aconsejó al Presidente que hablara de guerra contra la inflación cuando solo tenía un arsenal de balines verbales? ¿O fue una creación propia? Lo más probable es que haya sido solo una idea que surgió de la inventiva presidencial. Habló porque las palabras son generosas, pero la única decisión que tomó fue la de aumentar las retenciones a las exportaciones de harina y aceite de soja para financiar un precio subsidiado del pan. Poco, casi nada. Otra vez le sacan dinero al sector privado para subsidiar a otro sector privado. La industria de la soja solventará a los panaderos por la suba internacional de los precios del trigo. Al menos, el Presidente debió identificar, con nombre, apellido y culpa al único responsable de los descalabros de la economía internacional: Vladimir Putin, autor ya de innumerables crímenes de guerra en la pobre Ucrania. Autor también de que estén aumentando exponencialmente las materias primas de los alimentos y la energía.

El Presidente tampoco hizo ninguna referencia a las verdaderas causas de la inflación: la desbocada emisión monetaria, que es consecuencia de un gigantesco déficit fiscal. Esa responsabilidad es suya y de nadie más. Prefirió, en cambio, señalar a “especuladores y codiciosos” como los culpables del aumento de los precios. Especuladores hubo siempre (y los habrá), pero la enorme mayoría de los empresarios debe vivir más dedicada a adivinar los efectos inflacionarios que a invertir y producir. La mención presidencial a la ley de abastecimiento merodeó un casus belli para los empresarios. Una cosa es un acuerdo corto (de 60 o 90 días) entre empresarios y sindicalistas, a la espera de que se estabilice la economía y de que se conozca el final de la injusta guerra de Putin, que los empresarios aceptarían, y otra cosa sería el regreso al método guillermomorenista de la amenaza y el patoteo. “En ese caso, saldremos con los tapones de punta”, adelantó un líder empresario. Pero solo existió la invitación a un diálogo; no dijo nada sobre qué propuesta llevará el Gobierno. Es cierto, por lo demás, que sus márgenes de arbitrariedad son escasos: esta vez el kirchnerismo tiene al Fondo muy cerca.

Fue una lástima que el Presidente haya malogrado el final de días políticamente triunfales. Solo triunfales, claro está, en la discordia ya sin disimulos con su vicepresidenta. Cristina Kirchner quedó encerrada entre 20 diputados y 13 senadores propios. Nada más. Hay 257 diputados y 72 senadores. El cristinismo más puro se encoge hasta quedar como una conmovedora minoría. Sin embargo, entre los que votaron en contra del acuerdo con el Fondo en el Senado estaban sus alter ego: Oscar Parrilli, Anabel Fernández Sagasti y Juliana Di Tullio. Ellos son ella. Pero ella sabía, al mismo tiempo, que el acuerdo sería aprobado por la oposición de Juntos por el Cambio, que, como sucedió en Diputados, aportó más votos que el oficialismo. Estaba tranquila, por lo tanto. ¿Pruebas? Nunca ofreció una alternativa al acuerdo. ¿Quería el trágico default? No lo dijo. ¿Tenía un plan alternativo mejor que el pacto que firmó Alberto Fernández? Nadie lo explicó. Consecuencia obvia: ni quería el default ni tenía un plan diferente. Solo la especulación y el oportunismo la espolearon para imaginarse en el futuro como lideresa del único sector político importante que quedaría absuelto de las consecuencias de ese acuerdo. Un porvenir azaroso no justificaba la deslealtad ni, mucho menos, la traición. Cristina ni siquiera quiso estar presente en la sesión del Senado que preside; la gestualidad es una de sus teatrales herramientas políticas. La oposición al Fondo es un viejo mito del kirchnerismo. No hay caso: el kirchnerismo se extravía en sus mitos, en el mito de sí mismo y en el mito de un mundo hostil; ese mundo es ahora el Fondo Monetario.

Si la sociedad no tolerara los módicos ajustes macroeconómicos que promueve el acuerdo con el Fondo, el malhumor social caería sobre Alberto Fernández tanto como sobre ella. Ella es la autora de Alberto Fernández. Ella fue presidenta durante ocho años, y lo que dejó no fue un paraíso destruido luego por el neoliberalismo macrista. Ese es otro mito, como lo es la condición inhumana del Fondo Monetario con los gobiernos “populares”. El Fondo le impuso a Macri el déficit cero, que lo condenó a la derrota cuando se presentó a la reelección, mientras que a Alberto Fernández le permite un déficit del 2,5 por ciento. La diferencia significa mucho dinero.

El Congreso se mueve entre brumas. Hasta que hay una sesión que concita la expectativa pública. Entonces exhibe el lamentable nivel intelectual y político de la dirigencia argentina. La política es imprescindible para el correcto funcionamiento del sistema democrático. Son los políticos, sin embargo, los que devalúan la política. Provocó lástima más que aversión el modesto discurso (para llamarlo de algún modo) de la senadora tucumana Sandra Mendoza, que confundió a un inexistente “Domacle” con la “espada de Damocles”. Eso es ignorancia, porque además estaba leyendo. ¿O tampoco sabe leer? El discurso del jefe del bloque oficialista de senadores, el formoseño José Mayans, se pareció más a una charla de amigos en sus horas vacías en un café de barrio que a una exposición en el recinto parlamentario más importante del país. Mayans habló de economía con la misma solvencia con que lo hubiera hecho sobre física cuántica. La senadora neuquina Silvia Sapag le atribuyó a Alberto Fernández el mérito histórico de haber “salvado la vida de Evo Morales”. En la crisis institucional boliviana de 2019, fue un avión enviado por el gobierno mexicano el que sacó a Morales de Bolivia. López Obrador le había dado antes asilo político. El propio Evo Morales dijo luego que le debía “a este país (por México) que haya salvado mi vida”. La historia es como es, no como quisiéramos que fuera.

Según el presupuesto vigente, el Senado cuenta con 5005 empleados para atender a solo 72 senadores, sin contar con el personal de la biblioteca y de la imprenta. Unos 70 empleados por cada senador. El Senado tiene un presupuesto anual de casi 26.000 millones de pesos; es decir, 220.000 dólares mensuales por senador, según el tipo de cambio oficial. Tanto para tan poco. No hay ajuste para ellos. Ni Fondo Monetario que valga. ¿Son esas canonjías las que defiende Cristina Kirchner cuando convierte el mito en una traición?

*Para La Nación

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