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La nueva anormalidad

OPINIÓN 14/05/2022 Mónica Gutiérrez*
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Buenos Aires tuvo este jueves una dolorosa postal de la tragedia social que estamos viviendo. La pobreza golpeó con su presencia las calles de la ciudad. Se mostró pavorosa y masiva.

El debate entre planes y empleo se vuelve en este punto insustancial frente a una realidad incontrastable.

Millones de argentinos hoy apenas arañan con sus ingresos una penosa subsistencia. Se aferran a programas asistenciales para redondear lo que a duras penas recogen entre los rebusques y las changas. Resisten entrar en el mundo del trabajo en blanco por miedo a perder ese salvavidas pinchado que el Estado les arroja mientras el barco escorado amenaza hundirse. Han quedado atrapados en el peor de los mundos. El que se fue diseñando a fuerza de prácticas políticas mezquinas y prebendarias y el relato que las sostiene.

Mientras haya planes no habrá trabajo concluyen pequeños, medianos y grandes empresarios que aseguran no encontrar quién ocupe los puestos vacantes. Una lógica reduccionista que no alcanza para explicar la complejidad del problema.

Un círculo perverso y vicioso que los gerenciadores de la pobreza fogonean con premeditación y alevosía. Los más carenciados terminan siendo carne de cañón. Rehenes de una pesadilla. Pasajeros de un tren que no los conduce a ninguna parte.

Cientos de miles de argentinos con empleo registrado y en blanco cayeron también bajo la línea de pobreza. Una nueva categoría social despunta en la Argentina.

A los nuevos pobres COVID, aquellos a los que la pandemia desalojó de la clase media, se suman ahora los laburantes desclasados. Esos a los que la inflación galopante les carcome a diario el poder adquisitivo de los ingresos.

Trabajan en empresas a tiempo completo, viajan mucho y mal a diario hacia una exigente presencialidad, no tienen tiempo para familia ni amigos ni siquiera para ellos mismos, pero no logran llegar a fin de mes. Ni heladera llena, ni asado ni nada. La inflación les muerde los talones. A este ritmo no hay paritaria que aguante.

Se trata de una pobreza de nuevo signo, demoledora porque devora familias, proyectos e ilusiones, porque aniquila la idea de un futuro mejor. Porque avanza devastando las reservas morales de los que todavía se empeñan en resistir, los que siempre estuvieron fuera del radar del asistencialismo. Un estado de cosas que excluye a jóvenes y niños del futuro a la vista de la desesperación impotente de sus padres.

“Los salarios tienen que ganarle a la inflación”, es el latiguillo con el que fatigan desde el oficialismo para salir del paso.

“Felicitaciones compañero Palazzo”, tuiteó Cristina Fernández de Kirchner para festejar la paritaria de los bancarios que cerró un acuerdo acuerdo de incremento del 60% en cuatro tramos. Una celebración del fracaso de la política antiinflacionaria de su mismo gobierno.

Alivio de vuelo corto para todos y todas. Ya se sabe: el incremento pasará a costos más temprano que tarde y no hay escalera ni ascensor que frene la escalada que los ponga a la par.

“No estamos contentos de firmar por el 62″, dijo esta semana Gerardo Martínez.

El Secretario General del gremio de la Construcción sabe que esto es pan para hoy y hambre para mañana. Asegura que se han recuperado 200 mil puestos de trabajo pero que está faltando mano de obra calificada. Introduce también una cuestión inquietante: la falta de capacitación y de disciplina laboral. “Hay muchas familias que se acostumbraron a recibir sin dar nada”, resumió.

“El debate acerca de cómo salir de este atolladero no puede ser ideológico, debe ser concreto y pragmático”, dijo Martínez, que también advierte nos encontramos “cerca del abismo”.

La inflación es el impuesto que pagan los pobres. No hay cómo safar. Viene con el pan, con la sopa y con la leche.

El oficialismo se quedó sin festejo. Esperaban celebrar un una suba del 5.7% en el IPC de abril y llegó un 6. Algo por debajo del 6.7 de marzo pero ubicando a la gestión albertista en un nuevo podio, la interanual más alta de los últimos treinta años con el 58%. De terror. Echale la culpa a Putin.

Mientras todo esto pasa al ras del suelo, en la política cada cual atiende su juego.

El Presidente concluyó este viernes una gira con desafíos imprecisos. Desde Madrid dejó oficializada una suerte de “nueva normalidad” (anormalidad). Supone que se puede seguir gobernando en medio de un debate abierto con el sector más compacto y mayoritario de la coalición.

“Me preocupa la obstrucción al gobierno”, dijo al periodista de El País a poco de llegar. La obstrucción de Cristina y los suyos, claro.

“Cristina no está viendo la realidad de la pandemia… Llevó mucho tiempo que se den cuenta de que yo estoy gobernando”, se sinceró ante Carlos Cué, periodista del diario El País de Madrid.

“Los dos queremos ir a Mar del Plata pero por diferentes caminos. Ella quiere ir por la ruta 11 y yo por la 2″.

Preocupa la agenda parlamentaria de los K que complica el rumbo del plan económico. El plan platita en su segunda temporada. Las iniciativas de fuerte impronta distributiva que levanta la imagen de Santa Cristina pero pegan en la línea de flotación del rumbo que reivindica Martín Guzmán.

“El que se niegue a firmar el nuevo acuerdo tarifario no podrá seguir en el Gobierno”, fue tal vez la más precisa de sus definiciones. Una situación de la que más temprano que tarde tendrá que darse cuenta.

En algo, no obstante, en general coinciden: la culpa es siempre de otro.

En España Alberto Fernández se definió como profundamente europeísta. Empático con sus interlocutores tomó distancia de China, tras señalar la distancia cultural que nos separa del gigante asiático. Lejos quedaron las mieles derramadas sobre Xi Jinping con quién dijo compartir la filosofía política.

De Putin mejor ni hablar. Todavía está fresca la oferta de ofrecer al país como cabeza de playa en América Latina al amigo ruso y los periodistas europeos vuelven una y otra vez a resolver este asunto.

En su raid europeo, calificó a la guerra como algo inmoral, se espantó por las atrocidades cometidas pero tomó distancia de las represalias económicas con las que Occidente intenta frenar al feroz jerarca del Kremlin.

“Las sanciones económicas a Rusia las padecemos todos… Es imperdonable hacerle vivir al mundo esto”.

Hay que admitirlo. Cuesta seguirle el derrotero a nuestro Presidente. Uno se pierde en la sarasa. Es probable que a él le pase lo mismo. Como te dice una cosa, te dice otra.

No se trata de los pequeños traspiés, de los bloopers, de momentos desafortunados. Cualquiera puede tenerlos. Lo que cuesta son las marchas y contramarchas, las contradicciones.

“Se genera un barullo muy grande, más en los medios que en la política”. La culpa ya no es solo de los medios locales. También los medios del mundo le juegan sucio.

Qué nos depara la nueva normalidad (anormalidad) en la que dice estar ingresando la dinámica del Ejecutivo. En la heterodoxa visión presidencial se puede seguir así, gobernando en paralelo.

No quiere romper quiere acomodar. Ella ya lo tiene acomodado. Él es y será el responsable único y final de todos los fracasos. La interna feroz no hace más que acelerar los tiempos de la catástrofe.

Es todo muy raro. Hay que estar muy bien plantado para no perder la cabeza.

La oposición también transita un tembladeral. El riesgo de la fragmentación se vive a la intemperie. La cena de la Fundación Libertad dejó expuestas diferencias que costará compatibilizar.

No es solo Milei. La fractura en el oficialismo impacta en la búsqueda de una identidad imprescindible que los mantenga juntos y no solo amontonados.

Mauricio Macri se presenta empeñado en sostener la unidad y consensuar un “para qué”.

No parece que vaya a serle fácil en una fuerza que no logra identificar un liderazgo ni definir un perfil y en la que cada vez los son más los que se auto perciben presidenciables.

Primero en la línea de largada se ubica Horacio Rodríguez Larreta dispuesto a competir a como dé lugar. Decidido a presentar a una interna con el mismísimo Macri asegura que no hay chance alguna de fractura.

La razones que lo diferencian de Macri son de fondo. Mientras el ex Presidente es un referente excluyente de la grieta, sitio en el que el oficialismo en sus dos versiones lo sigue ubicando (“Mi único enemigo es Macri y la derecha”, dijo Alberto Fernández) el jefe de Gobierno de la Ciudad apuesta a romper la lógica de los extremos.

HRL sostiene que para poder gobernar en 2023 hará falta lograr un consenso político amplio y desprejuiciado que alcance al menos al 70% de la dirigencia. Para lograrlo apuesta a mantener su estilo moderado pero apuntando a la negociación. Su intención es sumar a todas las fuerzas posibles sin excluir al peronismo.

Sabe que su objetivo es difícil e insiste en un concepto. “Hay que tener más agallas para consensuar que para tirar piedras”. Sabe que quien reciba el gobierno se enfrentará a un panorama de profundo deterioro social y económico y que dispondrá de muy poco tiempo para producir cambios de fondo.

“Si no construiste el consenso, fuiste…si me toca hago del radicalismo parte del gobierno” se lo escucha decir.

No teme el avance de Milei. Cree que le sobra un año y que la excitación del momento lo irá desgastando. El, en cambio, es un tiempista. Goza del santo oficio de la paciencia. Confía en que Mauricio Macri y Patricia Bullrich contengan el voto por derecha. El tiene sus energías en ampliar el centro. Un centro del que excluye implícitamente a todo lo K y expresamente a Sergio Massa, a quien considera absolutamente identificado con el kirchnerismo.

Macri se abroquela entre los suyos. Sin definir si irá o no por la Presidencia, él también cree necesitar al menos un 60% de gente convencida para poder enfrentar los profundos cambios que se propone, pero no tiene claro si encontrará ese respaldo entre quienes integran la coalición opositora.

Todo muy frágil. Por el momento, no tan Juntos por el Cambio.

 

 

* Para www.infobae.com

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