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“Los simulacros de violación eran habituales”: una militante y tres años de horror en un prostíbulo

CIUDADANOS 08/09/2022 Gisele SOUSA DÍAS
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Enumeraron las reglas el primer día, más bien la superficie de las reglas, porque por las napas corría un lado oculto, “siniestro” es la palabra que usa ella. Cada hombre que entrara a la sala de shows y quisiera acercarse, debía comprarle un trago. El objetivo era lograr una primera recaudación y difuminar los límites de todos: del que iba a gastar, para que gastara más, y de la que tenía que dejarse hacer, para que dejara hacerse más.

Había que conquistarlo para que quisiera luego pasar al “privado” y volver a pagar para tener relaciones sexuales. Sin embargo, lo que solía pasar en esos dos metros cuadrados no era sexo: “No, los simulacros de violación eran habituales”, cuenta a Infobae Javiera Sarraz, 30 años, estudiante del profesorado de Lengua y Literatura en la UBA, sobreviviente.

 
Las puertas de las habitaciones privadas -esa era otra de las reglas- se cerraban con llave por fuera, por lo que no había forma de huir. Se suponía que siempre había un guardia del otro lado con la orden de reaccionar si escuchaba a alguna chica gritar.

“Pero eso nunca pasaba”, interrumpe ella. “Yo y muchas chicas fuimos golpeadas y maltratadas ahí adentro, con esos simulacros de violación o de ahorcamientos sin que el guardia jamás abriera la puerta”.

Javiera es chilena pero hace tiempo que vive en Buenos Aires. Tenía 22 años y era militante en una pequeña organización política cuando llegó, bajo amenazas concretas, a un prostíbulo del sur de Chile. Desde que logró salir del sistema, en 2017, se mantuvo callada pero algo que le revelaron hace pocos meses la hizo reaccionar.

Por eso viajó a su país a denunciar todo lo que había intentado, sin éxito, enterrar con silencio. Después volvió a Argentina y denunció en la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (PROTEX) lo que hoy cuenta a Infobae.

Cómo llegué

“Conocí a los que iban a transformarse en mis proxenetas a los 14 años, cuando era una estudiante secundaria”, arranca Javiera. “A esa edad comencé a acercarme a la organización política que seis años después iba a prostituirme”.

Según su relato, la organización llegó al barrio de bajos recursos en el que ella vivía para analizar los problemas de vivienda de los vecinos. La familia de Javiera se acercó con la ilusión de resolver esa necesidad. En cambio ella, que había sido delegada estudiantil y siempre había tenido intereses políticos y sociales, quiso participar pero como una militante popular.

Su primera tarea fue organizar un taller de niños, a los que les daba el desayuno y les enseñaba, por ejemplo, música. “La organización se acercó al barrio con posiciones de izquierda. A mí las razones por las que planteaban luchar y organizarse me hacían sentido”, cuenta. Era una adolescente y, rápidamente, construyó un sólido sentido de pertenencia.

“La imagen que uno tiene de un proxeneta es la de una novela negra: alguien que está en la oscuridad, un perverso escondido. Pero las mafias muchas veces vienen vestidas de otra cosa”, sigue, y barre con un estereotipo: “Uno de mis principales proxenetas era en ese momento un dirigente barrial que aparecía en la televisión, de manera que eso le daba legitimidad”.

No fue -detalló también en sus denuncias- un secuestro de película con una Traffic blanca. Fue, más bien, “el efecto de la rana hervida”: aquello de que la rana se va adaptando y no se da cuenta, hasta que es demasiado tarde, de que el agua se está calentando con ella adentro.

“En esos seis años hubo muchas maniobras por parte de ellos, de eso me doy cuenta ahora. Lo primero que hicieron fue alejarme de mi familia con la excusa de que eran un obstáculo para poder salir a militar cuando quisiera”, desanda. “Con el tiempo me fui de la casa de mis padres y comencé a ser estudiante universitaria. Después dijeron que la universidad también era un obstáculo”.

A medida que Javiera se libraba de esos supuestos obstáculos “me daban más responsabilidades políticas. A esa altura ya estaba a cargo de varias asambleas populares, con 400 vecinos cada una. O sea, lo que me decían tenía sentido. Ahora me doy cuenta de que la maniobra fue alejarme de cualquier red de contención que yo tuviera: dejarme sola”.

Fue en 2014, cuando ya estaba muy comprometida con la organización, sin vivienda y sumida en una profunda depresión que le propusieron lo que ahora llama “una prueba militante”: “Dijeron que necesitaba una financiación que yo misma debía conseguir. Fue: ‘Bueno, si realmente estás comprometida tienes que estar dispuesta a prostituirte para financiar al partido”.

Dijo “no”: “Vengo de una familia que tiene una mirada muy dura respecto de la prostitución, donde se considera que siempre hay explotación hacia las mujeres. Pero cuando dije ‘no’ apareció la otra cara: ‘Bueno, si no lo hacés, entonces alguien de tu familia va a tener que hacerlo por vos’”.

Javiera tenía una familia numerosa y llena de mujeres: una madre, varias hermanas y primas señaladas para el sacrificio.

También ahora se dio cuenta de que la mantenían sedada. “Con la excusa de ‘estás muy estresada por tu actividad militante’, me mandaban a ver a un compañero que supuestamente era psiquiatra que me daba benzodiacepinas”, recapitula.

“Así que una compañera de militancia me sacó de Santiago de Chile y me llevó al sur, a uno de los prostíbulos que funcionan con patente de cabaret, es decir que son legales y están a la vista de todos. Cuando llegamos me di cuenta de que ella no era una chica prostituida más: era íntima amiga de los dueños, o sea, era también una proxeneta, una reclutadora”.

Fue a ese lugar donde, apenas llegó, le enumeraron las reglas.

Tres años dentro del sistema

Le explicaron aquello de que primero debían invitarle alcohol: que cada trago iba a llegar con una pulsera colgando del sorbete y que las guardara bien, porque los domingos iban a pagarle por cada pulsera que tuviera.

Le explicaron aquello de tener que llevar luego al hombre al “privado”, de que los turnos duraban una hora, de que a lo largo de esa hora el hombre podía pedir lo que quisiera. Dijeron, también, que había un servicio llamado “salida”, por el que el hombre podía sacarla del lugar, hacerle lo que quisiera y donde quisiera y devolverla dos horas después.

“Más que miedo lo que sentí fue una gran sensación de irrealidad, tenía 22 años. Así como el alcohólico o el drogadicto es siempre el otro, uno nunca es ese porque uno es el que estudia, el que tiene una familia, yo pensaba lo mismo de una prostituta. Recuerdo inclusive sentirme alarmada por no sentir nada. La sensación era de ajenidad total”.

La pregunta es qué era lo peor, qué recuerdos cree que no podrá enterrar.

Y es ahí donde Javiera habla de los “simulacros de violación que muchas veces se convertían en violaciones reales. Eran a través del uso de la fuerza, a veces simulando que te está ahorcando para matarte. No es como mucha gente piensa, que en un cabaret siempre hay un varón que sólo quiere sexo con una chica. En esos dos metros cuadrados muchos despliegan toda su perversión y su maldad”.

Javiera coimeaba a los camareros para que, en lugar de alcohol, le dieran agua. “No sé si eso era una desgracia o algo positivo. Una desgracia porque al otro día me acordaba de todo, a diferencia de mis compañeras que perdían la conciencia y no se acordaban de cosas muy traumáticas. Pero pienso que fue positivo porque estar consciente me permitió cuidarme más”.

Otra práctica frecuente -describe- era que los hombres pagaran sólo para tomar cocaína con ellas. “Yo no consumía así que inventaba cosas para convencerlos. ‘Estoy embarazada’, ‘estoy en rehabilitación’, o ‘la última vez me dio un ataque’”, cuenta.

¿Cuántas veces por día, cuántos hombres por día?

“Al principio me llevaban sólo los fines de semana, después todos los días, porque ya vivía ahí, en la casa del prostíbulo. Eran 2 o 3 hombres por día. No había cómo zafar: si estaba menstruando tenía que prostituirme igual, si estabas con un ataque de ansiedad veían qué pastilla darte para calmarte y que puedas volver a la sala de shows”.

Sucedieron, en ese contexto, dos escenas que le permitieron verse desde afuera.

“Tenía una compañera con la que solía hablar mucho. Un día la encontré en el baño. Estaba muy drogada, muy alcoholizada y con una crisis de pánico muy fuerte. En ese momento entró un camarero y le dio un Diazepam, no para asistirla sino porque le tocaba hacer el show”, recuerda.

“Habrán pasado 10 minutos y la subieron al escenario, era bailarina de pole dance y hacía acrobacias en la altura. En un momento estaba subida al caño, arriba de todo, y cayó desmayada al escenario, quedó inconsciente, fracturada y ellos, en lugar de ir a buscarla, apagaron las luces y esperaron a que alguna de nosotras fuera a ayudarla”.

La idea de irse era una fantasía permanente. Javiera dice que no pudo al comienzo, pero no porque hubiera un guardia apuntándola.

“Había perdido contacto con mi familia, con mis amigos, no manejaba plata, no tenía documentos. Pensaba ‘¿y si me escapo adónde me voy?’. Pensar en llegar a mi casa y decirle a mi mamá o a mi papá ‘me estuvieron prostituyendo’ era una carga emocional tan pesada, un estigma tan grande, que se me presentaba como un imposible”.

La segunda situación que le permitió verse de afuera sucedió, según su denuncia, en 2017, cuando ya hacía tres años que la habían paseado por varios prostíbulos. “Veo a una de mis compañeras que la estaban violando mientras estaba inconsciente”, dispara. “Sin embargo, la preocupación de esta gente era que otros hombres vieran eso y que creyeran que se podía hacer sin pagar”.

Javiera -cuenta después- se peleó con todos a los gritos, “de una forma muy catártica”. Esa ficha empujó a la última.

“Ya no podía seguir viviendo conmigo misma, me había dado cuenta de que tenía que decidir: o me suicidaba o buscaba la forma de cambiar de rumbo”.

Por primera vez, lo veía posible. “Habían captado a más chicas, la atención no estaba tan puesta sobre mí. A veces me quedaba sola y sin vigilancia, habían empezado a dejarme salir y me puse de novia. Salía y volvía, porque durante mucho tiempo ellos fueron todo lo que tenía, pero de repente me di cuenta de que afuera había encontrado un lugar de contención”.

Dinero tenía poco. Cada pulsera equivalía, en aquella época, a casi 800 pesos argentinos de hoy. “Y muchas veces te las terminaban robando, por lo que no cobrabas un peso”, sonríe con sorna. “También nos cobraban multas. Si te demorabas en entrar a bailar, dos pulseras menos. Si te demorabas en llevar al varón al privado o en vestirte: multa”.

Y es en esos pagos donde Javiera encontró una forma de apoyarse ahora: “Al principio me pagaban en efectivo, yo retiraba la plata de la caja y se la tenía que pasar a una de mis proxenetas. Pero después el prostíbulo empezó a transferir directamente a mis proxenetas lo que yo producía. Esas transferencias bancarias son evidencias con las que la Justicia puede probar lo que me hicieron”.

Un día de 2017 Javiera aprovechó que estaba sola, juntó sus cosas, pidió un Uber y se fue. Miró para atrás cuando subió al auto: nadie había salido a buscarla.

Un monstruo

“¿En qué me convirtieron?”, piensa ahora Javiera, mientras toma café en un bar de Buenos Aires. “En una mujer con miedo”.

También con culpa: “Mi vida anterior había sido defender a las vecinas que eran maltratadas por sus maridos, muchas veces entraba a las casas a rescatarlas. De pronto… yo era la mujer a la que había que rescatar. En algún momento hasta me sentí culpable, como si yo misma me hubiera transformado en esos monstruos contra los que luchaba”.

Desde que se fue Javiera trató de rearmar una vida como sobreviviente y no pudo hacer más que sostener el silencio.

“Pero hace un par de meses me encontré con una chica que había estado captada por estos mismos proxenetas y me contó que estaban inscribiéndose en universidades públicas en Argentina. Dijo que lo que hacían era cursar un par de meses y convencer a otras chicas de ir a militar para después prostituirlas en Chile. Ahí fue donde dije ‘tengo que hacer la denuncia ya’”.

Como parte de lo que padeció sucedió en Argentina, el lunes Javiera hizo la denuncia en la Procuraduría de Trata y Explotación de Personas (PROTEX), a cargo del fiscal Marcelo Colombo. La investigación contra el hombre al que señaló como su explotador -Miguel Pavez Hidalgo, chileno, 42 años, dirigente de una agrupación política llamada GAP- ya está en marcha. Javiera no es la única denunciante y, además, hay testigos.

Según comprobó la PROTEX, el hombre efectivamente está inscripto como alumno en al menos cinco universidades públicas argentinas (la Universidad Nacional de La Plata, la Universidad Nacional de Córdoba, la Universidad Nacional Tecnológica en Haedo, la Universidad Nacional Arturo Jauretche, de Florencio Varela, y la Universidad Nacional del Sur, en Bahía Blanca).

Antes Javiera viajó a Chile y se presentó ante la “Brigada de delitos sexuales de la policía de investigaciones”, a cargo del fiscal Patricio Cooper. Por ahora, la carátula es “violación a mayor de 14 años” (porque también denunció que Pavez la forzó a tener relaciones sexuales a cambio de un lugar donde vivir) pero lo que ella busca es que en Chile también se investigue como proxenetismo y trata de personas: que vayan a esos cabarets y corran los velos de “lo legal” para encontrar el agua turbia que sigue corriendo por las napas.

Fuente: Infobae

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