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Quiénes son los mafiosos: el nuevo acertijo que divierte a la dirigencia política argentina

OPINIÓN 11/12/2022 Ernesto TENEMBAUM
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Enérgica, enojada, con los ojos llenos de lágrimas, vehemente como casi nunca, la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, minutos después de conocer que había sido condenada a seis años de prisión, decidió abandonar la teoría del lawfare. “Fue una ingenuidad –afirmó—Un exceso de intelectualización. No es lawfare. Es mafia y Estado paralelo. Es mafia o democracia”. Inmediatamente, sus seguidores empezaron a replicar la nueva consigna. “Mafia o democracia” reemplazaba a “Patria o Buitres”, o a “Clarín Miente”, o a “La patria es el otro”. Cristina Kirchner ha sido una máquina de generar slogans, y sus militantes, funcionarios, dirigentes, estuvieron siempre muy dispuestos a reproducirlos.

Hay, en ese mecanismo, una serie de ingenuidades que pueden ser percibidas por cualquiera que se aleje unos milímetros del micromundo kirchnerista. La primera ingenuidad consiste en pensar que la repetición de una idea tan básica puede tener algún efecto fuera de los límites del propio gueto. Los de siempre, repiten lo que la Jefa les indica, cientos, miles de veces. Son leídos por otros, que también son los de siempre. Y la vida sigue.

 
La segunda ingenuidad consiste en no hacerse cargo de nada, como si tal cosa fuera posible. Cristina acaba de ser condenada por su vínculo con Lázaro Báez. Se enoja. Embiste contra jueces, periodistas, empresarios de medio de comunicación, funcionarios macristas. Agrede al tribunal: pelotón de fusilamiento, esbirros, etcétera. Tiene su derecho a hacerlo. En algunos casos, hasta tiene cierta razón.

Pero resulta que de Lázaro Báez no dice una sola palabra. Es el empresario al que ella y sus hijos eligieron para construir el mausoleo de Néstor Kirchner. El único hombre al que permitieron entrar con la familia a ese lugar sagrado. Es el mismo que se transformó gracias a la obra pública kirchnerista en uno de los más ricos del país. Tenía además múltiples negocios con la familia Kirchner. Y ella no dice nada. Habla de los demás.

Puede ser que quienes replican la consigna “Mafia o democracia”, no perciban ese vacío de explicaciones. Pero está. Y, entonces, ¿a quién se le debe aplicar la palabra mafia? ¿A ella, a su gente, o a sus enemigos, o a todos ellos? No explica a Lázaro Báez, no explica los ahorros multimillonarios de Daniel Muñoz, ni los hoteles, ni la fortuna exuberante, ni los desvíos de subsidios que derivaron en la tragedia de Once, ni los tres millones de dólares de la caja de seguridad, ni los bolsos de José López, el hombre clave de la obra pública en sus largos años de mandato. Apenas sostiene que en el juicio no hubo pruebas para condenarla. Supongamos que es así. Pero, ¿y todo lo demás?

Entonces, si realmente Cristina es la líder del combate contra las mafias, la mafia se puede quedar tranquila. Ella se suele comparar con Luiz Inácio Lula Da Silva. Pero al líder brasileño apenas pudieron adjudicarle, sin éxito, un tríplex en una zona veraniega. Tampoco tuvieron un nivel de vida ostentoso ni Pepe Mujica, ni Evo Morales, ni Luis Arce, ni Michelle Bachelet, ni Ricardo Lagos. Por eso, más allá de las evaluaciones que cada uno pueda hacer sobre el fallo que se emitió esta semana, Kirchner conmueve apenas a su numeroso grupo de admiradores. A su denuncia sobre la existencia de mafias en este país –un revival del lenguaje de Domingo Cavallo en los noventa— le falta un paso previo para ser creíble: explicar tantas cosas que nunca ha explicado. En ese sentido, su indignación es selectiva.

Cristina, de todas maneras, tiene un punto. Hay algo en lo que tiene razón. Lo ocurrido esta semana alrededor del viaje de jueces, ejecutivos del grupo Clarín, un ex directivo de la SIDE kirchnerista y el ministro de Justicia de Horacio Rodríguez Larreta a Lago Escondido expuso de manera descarnada a casi todo el arco opositor, incluido un extendido sector de los medios de comunicación. Mientras la oposición se regodeaba con la condena a la vicepresidenta, al mismo tiempo exponía con crudeza su complicidad con una situación injustificable. Una república no tiene nada que ver con un viaje gratuito, en avión privado, de un grupo de jueces, funcionarios judiciales, ejecutivos de medios y todo lo que se vio ahí. Menos que menos con los diálogos escabrosos que intercambiaron esos personajes cuando percibieron que habían sido descubiertos con las manos en la masa: amenazas, manipulación de información, construcción de pruebas falsas, entre otras delicias. ¿Mafia?

Durante largos años, un sector de la sociedad construyó un discurso según el cual todo el mal se concentraba en una sola palabra: kirchnerismo. Las revelaciones que rodean el viaje a Lago Escondido, y la reacción posterior de la inmensa mayoría de Juntos por el Cambio, abren preguntas serias sobre ese dogma. El macrismo tiene tantos déficits de explicaciones como su peor enemiga. Salieron en masa a respaldar a Marcelo D’Alessandro, cuando aún la Justicia no había arrancado la investigación. ¿No constituye eso una presión indebida al sistema republicano? ¿Qué hacía un funcionario de tan alto nivel viajando en avión privado con ese grupo? ¿O querrá decir que están de acuerdo con esas aberraciones?, ¿o con que los propios no deben ser investigados?

La denuncia de la existencia de espionaje ilegal puede ser procedente en este caso. El problema es que los denunciantes pertenecieron a un Gobierno con varios funcionarios de primer nivel que están procesados, justamente, por espionaje ilegal contra periodistas, políticos, y hasta familiares de las víctimas del hundimiento del ARA San Juan. Algunos de esos procesados eran íntimos del ex presidente Mauricio Macri. Durante años, la oposición desparramó fotos y grabaciones telefónicas de origen tan dudoso como los chats de los jueces de Lago Escondido. ¿Y entonces?

La semana que termina fue muy generosa en exponer los criterios morales de la dirigencia política. La vicepresidenta denuncia la existencia de mafias que debilitan a la democracia. Sus seguidores replican las consignas pero no se preguntan ni le preguntan nada sobre sus evidentes pecados. Toda la dirigencia del Frente de Todos se solidariza con ella, aun quienes en otros tiempos la repudiaban por corrupta y prometían meterla presa.

Del otro lado, uno de los ministros más importantes de Rodríguez Larreta y varios jueces de la república son descubiertos con las manos en la masa: aparecen indicios muy serios de que recibieron dádivas, y que conspiraron para ocultar pruebas y castigar a los supuestos responsables de que trascendiera esa información. Sin embargo, con la excepción de Margarita Stolbizer, ningún dirigente de Juntos por el Cambio le pidió explicaciones. Rodríguez Larreta se solidarizó con el funcionario afectado. Y luego de él, todo su gabinete, incluidos los candidatos Fernán Quirós y Soledad Acuña. Días después, la fiscal de la causa imputó a D’Alessandro y a todos los involucrados en el escándalo. Cada vez más, la reacción de los dirigentes del PRO parece parte del mecanismo de encubrimiento urdido en aquellos chats: “denunciemos el espionaje ilegal y solo eso”.

Unos sostienen que la mafia se ubica en la justicia federal, en el contacto con algunos medios de comunicación y con la dirigencia del PRO y alrededor del ex presidente. Otros señalan que la mafia rodea a Cristina Kirchner, y que sus amenazas y gritos solo son un mecanismo, uno más, de encubrimiento. No somos lo mismo, se indignan los unos y los otros cuando alguien se atreve a señalar ciertos comportamientos similares. Nadie es lo mismo que nadie. Pero alguna gente es muy parecida a otra.

En cualquier caso, y pese a todo, hay algunos consensos que la dirigencia política argentina va construyendo. A saber:

--La culpa de que la Argentina esté como está es de ellos.

--La única agresión es la que nosotros recibimos. En todo caso, nosotros agredimos como autodefensa.

--Hay métodos, como el espionaje ilegal, que se denuncian cuando se utilizan contra nosotros, pero se los debe aplicar contra ellos.

--Nuestros hijos no se tocan. Pero sí los hijos de los demás.

Y ahora:

--La mafia es el otro.

Tal vez los consensos no sean los mejores, pero es lo que hay.

Han hecho negocios juntos. Se han espiado mutuamente. Han volanteado el resultado de ese espionaje. Han detenido personas sin condenas. Han inventado noticias falsas para dañarse mutuamente. Han utilizado jueces para complicarle la vida a sus enemigos. Han consolidado la idea de que el mal absoluto se superpone con quienes piensan diferente y el bien con los propios. Han tolerado, armado y/o participado de programas televisivos que reprodujeron hasta el infinito la técnica del escrache contra los adversarios políticos. Depende el momento político, o el poder de cada uno, fueron más o menos eficientes en la aplicación de esos métodos.

Pero no son lo mismo.

El mafioso es el otro, dicen.

Tal vez ambos tengan razón en esto último. En ese caso, casi cuarenta años después de su regreso, la democracia estaría en serios problemas: sometida permanentemente a tironeos desgastantes y desagradables entre tantas personas con pocos escrúpulos.

Fuente: Infobae

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