El voto, ese instante en que la patria te mira a los ojos

OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Mire, no seamos hipócritas. Todos decimos que la democracia es hermosa, pero la tratamos como si fuera una tía vieja: la saludamos en los aniversarios, la recordamos cada dos años y después la dejamos sola. El voto —esa palabra que muchos repiten sin pensar— no es una formalidad ni una estampita republicana. Es el único momento en que el tipo común, el que paga los impuestos, el que viaja en colectivo, el que se levanta a las seis de la mañana, tiene exactamente el mismo poder que el banquero o el político de turno. Un papelito, un sobre, una urna, y de golpe somos todos iguales. Pero ojo: esa igualdad dura lo que dura el silencio del cuarto oscuro. Después, cada uno vuelve a su realidad.

Por eso hay que tomárselo en serio. Votar no es una tarea más del domingo. Es el modo en que el pueblo se planta y le dice al poder: “Te doy mi confianza o te la saco”. Es la forma en que el ciudadano deja de ser espectador y se convierte en protagonista. Y sin embargo, todavía hay quienes lo tratan con desgano, como si fuera una carga o una pérdida de tiempo. No entendieron nada. Hubo generaciones que dejaron la vida para que podamos meter una boleta sin miedo, sin que nos persigan, sin que nos marquen la casa. Hubo un tiempo en que votar era casi una aventura clandestina.

La Ley Sáenz Peña, allá por 1912, cambió la historia. No fue un capricho legal, fue un grito de dignidad. Universal, secreto y obligatorio: tres palabras que nos pusieron de pie como República. Desde entonces, cada vez que metemos el sobre en la urna, no solo elegimos autoridades, también honramos a los que pelearon para que ese acto fuera libre. Después vino la Constitución del ’94 y lo dejó clarito: el voto es un derecho, pero también un deber. Porque la libertad, si no se ejerce, se oxida.

Y sí, votar también es una responsabilidad. No se trata de ir a tirar un nombre cualquiera o de votar “por bronca”. Es pensar, razonar, mirar qué país queremos. El voto es como un espejo: refleja nuestra madurez, nuestra inteligencia cívica. Si elegimos mal, no hay que echarle la culpa al sistema, al vecino o al “circo político”. Elegir mal también es parte de la historia, pero aprender de eso es lo que nos hace crecer como sociedad.

Hoy muchos discuten si el sistema electoral sirve o si hay que cambiarlo todo. Yo digo que hay que mejorarlo, no tirarlo por la ventana. La Boleta Única en papel, por ejemplo, puede ser un avance. No es la panacea, pero le quita terreno a la trampa, a la picardía de los vivos que siempre encuentran la manera de ensuciar el juego. Si el voto vale, que valga limpio. Que el resultado sea el que la gente quiso, no el que arreglaron los de siempre en una oficina oscura.

Y ya que hablamos de limpieza, hablemos de nosotros. Porque también hay una trampa silenciosa: la de la indiferencia. Esa que te dice “da lo mismo”, “todos son iguales”, “no pienso votar”. Mentira. No todos son iguales, y aunque lo fueran, el voto sigue siendo la única manera de decir basta. El que no vota renuncia a su derecho a quejarse. Se saca solo del partido y después mira el resultado por televisión.

No hay grietas que valgan cuando de votar se trata. El voto no tiene dueño ni color partidario. Es la voz del soberano, del tipo de a pie, del jubilado, del estudiante, del comerciante, del que apenas llega a fin de mes. Es el lenguaje más puro de la libertad. Por eso, cuando el domingo metas el sobre, pensá que la patria te está mirando a los ojos. Que no es un trámite, es un acto de amor.

Votar no garantiza un país mejor, pero no votar garantiza que nada cambie. Así de simple. No hay democracia sin urnas, y no hay urnas sin ciudadanos comprometidos. Por eso, aunque llueva, aunque estés cansado, aunque no te entusiasme ninguno, andá igual. Porque en esa boleta está tu palabra. Porque cada voto vale lo mismo, pero no todos lo usamos igual.

El voto no es un papel: es un gesto de rebeldía contra la resignación. Es la oportunidad de decidir si seguimos siendo espectadores o si, de una vez por todas, tomamos el control del escenario. No lo desperdicies.

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