Christian Sancho: “Cuando sentí que mi vida se acababa, encontré la sanación entre los presos de un penal”

Por qué su padre lo abandonó “mucho antes de nacer” y lo que nunca contó de ese reencuentro: “Su mujer me preguntó cuánto quería”. La pelea por “seguir vivo” a los tres años y el pesar de las secuelas: “La tartamudez me dejó tan solo que muchos conocieron mi voz a mis 15″. Quién es el papá que eligió. La razón por la que Fito Páez pasaba noches en su casa. Cómo superó la depresión. Y su boda: “Me enamoré por primera vez a los 48″

Cuenta que el abandono es “el fantasma” que lo abrazó “para siempre” y mucho antes de nacer. Al que le dio voz en las repuestas que pidió al cumplir los 7, pero recién decidió ver a los ojos 36 años después. Desde entonces gambetea esa convivencia que hoy revisa, según dice, “con la mirada del hombre nuevo que soy, a partir de la lectura que he sabido darle a mi propia historia”. Cree que las infancias hablan de quienes somos. Y no hay día que no abrace al chiquito que fue, sin dejar de alentarlo al “disfrute consciente” que finalmente llegó “aunque haya sido algo tarde”. Christian Alejandro Sancho Skindzier (48) jura no estar exagerando cuando asegura que, en conclusión, “más allá del sufrimiento, los silencios y la soledad que imprimió a lo largo de los años, el rechazo de mi padre biológico ha sido lo mejor que me pasó en la vida”. Tanto valora ese camino de “aprendizaje hacia la felicidad” en el que basaremos nuestra charla, que es determinante al afirmar que “volvería a vivirlo de igual modo, una y mil veces más”.

Habla del entrañable vínculo que tejió con su madre, cimentado en la empatía. “El dolor que a veces asoma, y que seguramente tiene su raíz en el abandono, me remite a todo eso que habrá sentido mamá durante su embarazo. Hay algo de toda esa a soledad y de esa incertidumbre en mi ADN”, comenta el rosarino. Así descubre la génesis de esta historia.

 
Susana Skindzier (65) tenía 16 años cuando conoció a Daniel (del quien prefiere preservar el apellido) y 17 al quedar embarazada. “Hacia entonces él ya había decidido su rumbo: por un lado, no tenerme; y por otro, irse bien lejos, desestimando por completo cualquier tipo de proyecto de familia”. Para Susana existió sólo una opción, la más desafiante en un contexto familiar y social de fuertes mandatos y prejuicios lapidarios. “Era tan flaquita que pudo disimular su panza durante algún tiempo. Aún ante los ojos de mi abuelo Esteban (constructor y contratista), a quien le ocultaron esa situación hasta que fuese posible”, relata. “Después debió desaparecer y, muy valiente como cuando rechazó tantas voces que proponían deshacerse de mí y pararse de manos ante el mundo, se fue de casa”.

Los últimos meses de gestación fueron “en aislamiento”, casi a escondidas, y llevados con la ayuda de su madre (Rosa), de sus hermanas y de una enfermera. “Agradezco su coraje pero por sobre todo su sabiduría. Ella no sólo me enseñó qué tipo de amor quiero dar y recibir durante el resto de mi vida, sino que además a valorar para siempre a la mujer”.

Y algún día de esos del 77, llegó Juan Sancho (70). “Un hombre tan de avanzada como la chica que fue mamá y de ahí en más, la familia que formamos”, describe Christian. “Él puso el pecho al ´qué dirán´ de la calle y a las miradas inquisidoras de su propia familia. Supo ser tolerante y desafiante con muchos comentarios del tipo: ´¿Vos estás loco?´, ´¡¿Vas a ponerte de novio con una madre soltera?!´, ´¡Eso no es lo que merecés!´. Y aun así, un año después se casó con ella”, cuenta. “Con él entendí de qué se trata la palabra papá y qué son la generosidad, la humildad y el esfuerzo”, comparte. “A veces me veo, tan chiquito, tomado de la mano de él en la foto de la boda y no dejo de admirar su hombría. Es el tipo más noble que conocí en la vida, por eso me enaltece llevar en alto su apellido”, dice, quebrado.

Meses después, una prueba más de un destino algo ensañado, los liaría con más fuerza. “Ese mismo año, a los tres, y en medio de una travesura, quise saltar una zanja desde una vereda con desniveles. Y en el intento caí de cabeza desde un escalón de más de un metro de altura. El golpe disparó las convulsiones y desesperados, mis viejos (’embarazados’ de su hermano Juan Pablo), me cargaron en el auto para llevarme con urgencia al hospital”, relata. “Gracias a Dios, de camino me oriné encima. Porque de no haber pasado, el riesgo de vida hubiese sido aún más alto”. Llegó a manos de los especialistas con “diagnóstico grave” e inmediatamente entraría en estado de coma por los siguientes 15 días.

El tiempo de recuperación fue menos severo que las secuelas físicas y sociales. “Tenía problemas psicológicos y no podía concentrarme, por lo que estuve a nada de repetir cuarto grado. En esa infancia, que se me hacía tan complicada, la tartamudez fue lo más duro de llevar”, señala respecto del vestigio más evidente. Porque claro que resultaba difícil impedir que hiciera actividad física para evitar la hiperventilación (lo que lo mantuvo con sobrepeso por algunos años de su vida), “pero mucho más lo era la imposibilidad de comunicar lo que quería y, peor aún, lo que sentía”.

Christian sobrellevó un trastorno del habla hasta avanzada su adolescencia, un cuadro atendido por fonoaudiólogos y terapeutas, que se agudizaba en situaciones de nerviosismo y ansiedad. “Recuerdo que yo era el nuevo en la secundaria y la profesora de Geografía me pidió que me parase para indicar ciertos países en el mapa. Entonces empecé a tartamudear. El esfuerzo por decir, me hacía abrir y cerrar los ojos a modo de tic. En la desesperación, miraba hacia los costados y veía cómo todos se reían. Se burlaban de mi imposibilidad y de mis gestos. Y me frustré -cuenta-. Me frustré tanto que no pude ni compartirlo con mis viejos. El bloqueo fue tan grande que elegí no hablar más. Y me callé, quedando aislado y solo durante mucho tiempo. Es por eso que cada vez que me encuentro con aquellos compañeros, me dicen: ´No podemos creer lo que hiciste de tu vida y de tu carrera´. ¡Claro, si recién en tercer año conocieron mi voz!”.

Esta también resulta una batalla en la que jamás existió bandera blanca. “Desde entonces me propongo la calma y la paciencia a modo de escudo para autocontrolarme en determinadas situaciones”, revela, al tiempo que admite el leve temblor que hoy registra en una de sus manos, residuo de una medicación que tomó durante muchos años. “Voy a ser muy honesto. Hace algunos días tuve la posibilidad de conducir un evento en el que debía presentar a figuras como Mirtha (Legrand) o Susana (Giménez) desde un lugar en el que, lógicamente, la palabra era fundamental. Yo no podía titubear, ni equivocarme. No podía fallar”, recuerda. “Cada vez que veo El discurso del rey (filme de Tom Hooper, 2010), revivo lo que se padece. Esa especia de nube que siempre estará presente. Es por eso que al bajarme de cada escenario agradezco mucho. Agradezco los minutos de cada uno de los tratamientos a los que me sometieron. Mi esfuerzo y el de mis padres. Su cuidado, su guía, su compañía. De no ser por ellos, yo no hubiese podido dedicarme a esta profesión”, sentencia.

Hablamos, entonces, sobre la paradoja del destino: el abdomen más envidiado del país y un haber de ocho películas, 25 roles televisivos y 18 teatrales. “Siento que la vida me dio revancha. Pero no desmerezco un poder que en mi historia ha sido fundamental. Alguna vez un maestro me dijo: ´Deseá, de corazón y con pasión. Así todo sucede´. Atesoré esa lección para siempre y todo eso que a lo largo del camino proyecté, más tarde o más temprano, se me dio”, comparte. “Por ejemplo, cuando mi abuelo me llevaba a la cancha de Newell´s yo anhelaba con todas mis fuerzas jugar en ese campo. Imaginaba el estadio lleno. Mi camiseta transpirada. El grito de los hinchas en platea repleta. No, nunca fui futbolista. Pero lo logré dos veces, la última este pasado 24 de junio durante la despedida de Maxi Rodríguez (42), al lado de Messi (Lionel, 36) y de otros tantos ídolos de toda mi vida. ¿Era imposible de imaginar para aquel chiquito aferrado a su butaca? Para mí no lo fue”.

Pero volvamos por un rato al valor de Juan Sancho en el trayecto. Porque, de un modo u otro, ha sido mentor de dos vocaciones claras para Christian: “La profesional y, principalmente, la paternal”, como define. Hoy jubilado, Juan supo ser un reconocido ingeniero de sonido (devenido luego en comerciante), responsable de varias de las presentaciones de Charly García (71) y de La Trova Rosarina. Y en tanto del relato, cita una anécdota de aquellos tiempos. “Fito Páez (60) solía venir a casa después de sus ensayos. Mi viejo y él seguían creando y grabando ideas para Del 63 (1984), el primero de sus discos como solista. De hecho, ‘Tres agujas’, uno de los temas de ese álbum, lo terminaron juntos, con un piano, un sintetizador y una máquina de ritmos que había en casa, después de una noche en la que me vieja le había preparado a Fito un churrasco y dos huevos fritos. Todavía conservo esa canción en un TDK”, recuerda.

“Yo he formado oído y cierto gusto musical al lado de papá, al filo de su consola y de cara al frontman, durante los tantos sábados que lo acompañaba a las pruebas de sonido antes de cada recital. Creo que fue un modo inconsciente de proyectar mi futuro, de verme sobre un escenario como todos esos artistas con un mundo de gente al pie, que me dejaban plasmado. Pero aun así fue mi hermano quien siguió sus pasos”, dice. Habla de Juan Pablo Sancho (45), un ingeniero de sonido de carrera ascendente en Europa. Hoy radicado en Londres aunque también en Noruega, tierra de Christine, su mujer y madre de sus dos hijos (Luna y Finn), quien supo ser parte del seleccionado de handball de su país. “Actualmente, cuando me toca laburar en espectáculos musicales o con bandas en vivo, de espíritu similar a todos esos que veía, yo siento que papá está al lado mío”.

Se había propuesto ya sacudirse con ganas la timidez en las aulas y ya soltaba su destreza como segunda línea en las canchas de rugby del Club Atlético del Rosario (con el que llegó a competir hasta en Nueva Zelanda), cuando en casa otro frente de dolor se abría “para enseñarnos un poco más”, señala. “Tenía 14 cuando papá se enfermó de cáncer de hígado, en aquel momento una mala palabra en el tránsito familiar. Jamás vamos a olvidar el día en el hospital, cuando mamá nos pidió, a mi hermano y a mí, que entrásemos a saludarlo. Él quería vernos antes de una cirugía muy difícil que finalmente duraría nueve horas”, relata. “Fue una charla íntima. Sentida. Preciosa. En ese momento, y como nunca antes, sentí el poder que teníamos como familia. Supe, de algún modo, que juntos podíamos superar cualquier dolor. Y al salir de ahí, vi en los pasillos a tantos de sus amigos llorando de la misma manera en la que lo hacía yo. Ese hombre, peleando por su vida en esa cama, sí que era realmente valioso. Estaba seguro de que quería ser un amigo y un padre como él”, asegura. La segunda experiencia que hizo de Juan “un sobreviviente” llegaría con la pandemia, y acompañada por “la angustia y la soledad que supuso el despiadado distanciamiento”.

Esta vez, el cáncer que había tomado su vejiga se propagaba hacia la próstata, alcanzando un grado 3. “Fueron días devastadores para mí, a tantos kilómetros de un abrazo. Lo único que pedía a Dios era que no me lo llevase”. Tiempo después pudo visitarlo tras otra de las cirugías que logró superar. Y así volvió a verse dentro de una habitación como aquella última vez (a los 14), para recibir otra foto que atesora y desenfunda cuando más la necesita. “Vi a mamá incondicional, sin dormir esperando la hora de entrar para tomarle la mano. Entendí lo que representaban el uno para el otro, dándonos cátedra de la inmensidad del amor ante la peor adversidad. Un amor sanador. Y eso quiero contar en mi historia. Es por eso que en los instantes más tristes, frente a alguna desilusión y mismo durante mi segunda separación, he pensado mucho en ellos”, describe.

El 18 de abril de 2021, fecha de su cumpleaños, Christian dice haber recibido de Juan “el mejor de los regalos: justamente ese día, papá recibió su última sesión de quimioterapia. ¡Que alguien me hable de tener ganas de vivir!”, dice orgulloso, sin dejar de recordar un ritual muy de la dupla. “Cada vez que vuelvo a Rosario a encontrarme con él, vamos a ese rinconcito que tiene por ahí, para ver juntos el atardecer. Y puedo asegurarte que esa caída de sol que compartimos se siente como un abrazo de Dios”.

“Yo debía estar cerca, porque él me enseñó que la vida se trata de momentos, de esos que uno puede dar para aliviar. Como los que tuvo él conmigo a lo largo de los años”, relata Christian. Cita, entonces, un recuerdo que no quisiera editar. “Hasta en las épocas más difíciles en las que no teníamos nada, cuando debimos vender el auto para poder comer, papá consiguió un ciclomotor para llevarme al colegio, al club y a dónde sea que quisiera”, recuerda. “Imposible olvidar cómo ese hombre pedaleaba para hacerlo arrancar en las madrugadas heladas de Rosario. Dando. Dando. Y dando siempre, como hace un padre que cría hijos con pasión. Hubiese sido muy doloroso para mí haber ejercido la paternidad sin contar con su reflejo. Con lo que me enseñó que eso significa. Sí, tuve un gran padre que me ayudó a crecer poniéndome al mismo nivel de su hijo biológico”, relata. “Por eso digo que yo no tengo dos papás. Yo tengo uno solo y se llama Juan Sancho”.

Esa afirmación concluye 48 años de trabajo personal. Un trayecto que inició con el primer interrogante. “Tenía 7 cuando, por primera vez, pregunté quién era y dónde estaba el hombre que se suponía debía haber sido mi papá”, cuenta. Hasta entonces sólo había un vago episodio que atar a esa trama. “Dos años antes, mamá me vistió muy bien y me dijo que iríamos a tomar la merienda a casa de unos amigos. Ahí nos recibieron una señora y su hija. Fueron muy amables. Me acuerdo que me regalaron un camión y una barra de chocolate tan grande que no podía creerlo. ¿Por qué lo harían? Todo era muy raro. Ellas me miraban demasiado, me sonreían. Era muy chico pero podía percibir con claridad que eso no era algo normal”, describe. “Luego me enteré de que esas señoras eran mi abuela biológica y su hija, mi tía”. Y lo supo durante alguna de las varias charlas que mantuvo con Susana y los terapeutas en los que buscó apoyo para la revelación de una verdad dolorosa. Jamás volvió a verlas, porque como explica: “Mi papá biológico ya no quiso que mantuvieran contacto conmigo. Él tenía una vida familiar ya establecida y ninguna intención de que se supiese que existía otro hijo por ahí”.

Susana fue “amorosa, clara y sensata”, como define. “Me dijo: ´Yo no sé dónde está ni qué es de su vida. Pero el día que tengas necesidad de conocer a tu papá, vas a contar conmigo. Yo voy a ayudarte a dar con él´. Y, por sobre todo, hay algo que destaco en su actitud. Ella fue tan sabia que nunca habló mal de mi padre biológico. Aún en instancias de mucho dolor, ella eligió cuidarme. Cuidar el almita de un niño en formación, mucho más allá de saber que estaba dándome la mejor imagen paterna con Juan en nuestras vidas”, relata. “Saber la verdad, que hay un papá que no es tu papá pero tenés otro al que no le interesás, cambió mi mundo drásticamente. La inocencia se interrumpe. De algún modo crecés de golpe. Estás obligado a cierta madurez. Y mi cabeza explotó. Se disparó a la dispersión, al divague, a muchas más preguntas, al silencio, a la tristeza y a la rebeldía”, detalla. “Me rebelé contra mí mismo y hasta contra mamá. Me enojé mucho con ella porque sentí que había traicionado a Juan. A esa edad, lo primero que reclamé fue: ´¿Por qué estuviste con otro hombre? ¡Él es mi papá!´”, recuerda emocionado por el recuerdo de su propia y tan genuina reacción.

“Sí, tenerlo enfrente pudo haber allanado tantos vericuetos racionales y emocionales que arrastré hasta la adultez. Y mucho más durante una adolescencia en la que se despertaba esa necesidad de conocer mis raíces, de encontrar cierto sentido de pertenencia, de dar final al cuento. Un desenlace que, tal vez, me hubiese salvado de tantos años de timidez, de reclusión y de soledad”, reflexiona Sancho.

Jamás quiso ver fotos de quien lo había abandonado: “No tenía ni siquiera esa ilusión”. Bastaba con saber que se le parecía. Y además, “encontrarse con los ojos de otro es la mejor presentación, ahí está la verdad de quienes somos”, supone. “Crecí convencido de que el Universo se encargaría de ese encuentro en algún tiempo y lugar”. Había dos datos certeros: Daniel estaba radicado en Miami “y sabía muy bien que el modelo que veía impreso en los billboards de las campañas de Versace que empapelaban la ciudad, era su hijo”, revela. “Su madre (se refiere a su abuela paterna) lo había mantenido al tanto de mis pasos durante todos esos años”. Sin embargo, el interés seguiría siendo nulo. Entre 1996 y 1998, fueron incontables las visitas laborales de Christian a esa ciudad de Florida, sabiéndolo cerca, pero sin voluntad ni chance alguna de toparse con él.

La fantasía de contar con esa gran respuesta que “indudablemente sí necesitaba”, fue macerándose a partir de su propia paternidad. Y un día de 2016 (a sus 43), Christian buscó a Daniel. “Lo contacté a través de una red social. Le escribí: ´Soy Christian Sancho y quiero verte´. Entonces comenzó un ida y vuelta entre los dos. Para que te des una idea, no conocía ni siquiera su voz”, relata.

El marco de ese contacto fue más que especial, “causal” y significante. “Mi hijo Gael (13) cumplía 7 años, la misma edad que yo tenía cuando me hablaron por primera vez de mi identidad. Y lo entendí como señal”, comenta. “Había decidido llevarlo a Disney World (Orlando), por lo que estaría en Miami durante 15 días. Todo se daba como la posibilidad de finalmente redimir eso que había sentido a largo de mi historia”. Entonces se recuerda en camino hacia el encuentro. “Transité ese viaje en avión como si fuese una especie de parto. Como si estuviese naciendo otra vez. Me preguntaba, una y otra vez, qué me pasaría de cara a ese hombre al que no conocía ni siquiera en imagen”, cuenta.

Se dieron cita en un hotel, terreno neutral y, por supuesto, falto de toda calidez. “Fue muy ambigua esa sensación de verlo acercarse: era alguien a quien me parecía conocer de toda la vida pero que no disparaba la más mínima emoción”, describe. “Entonces nos dimos un abrazo que alguien filmó y que luego, al verlo varias veces, entendí que fue vacío. Así lo recibí: un abrazo frío, distinto y distante”, relata. “Al fin y al cabo es lógico que así haya sido. Faltaron años, un día a día. No había historia, amor, ni mucho menos cariño”.

Entonces Daniel presentó a su familia. “En un intento de saludo, su mujer se me acercó y me dijo: ´¿Qué estás buscando? ¿Cuánto querés?´. Le respondí: ´Voy a decirle qué va a pasar de aquí en más. Vamos a tener una cena juntos, porque él me pidió que la conociera y para mí no deja de ser un gusto. Pero quédese tranquila, no pienso como ustedes. No voy a atentar contra su bolsillo. No quiero nada de nada. Su economía estará a salvo´. Más tarde se sintió incómoda, afligida, y hasta se disculpó”, cuenta.

Daniel, hoy propietario de una reconocida óptica en el norte de Miami, es padre de cuatro hijos americanos. “Tuve la oportunidad de hablar con los dos más grandes. Pero enseguida entendí que no compartíamos demasiado”, anticipa imponiéndose la sutileza. “Ellos viven y se manejan con otro ritmo, con focos, prioridades y valores muy diferentes de los míos. Hablan de plata, de negocios y de ´tener´, todo el tiempo. Y gracias a Dios, yo crecí en una casa en la que se habla más sencillo: de emociones y de sueños”.

En definitiva, el interrogante acerca del porqué de ese abandono demoró menos de lo que imaginó y la respuesta fue “muy parecida a lo que esperaba”, como define. “Daniel señaló cierta inconciencia de juventud. Habló de una supuesta inmadurez. De miedo. Y de su anhelo de abrirse al mundo. Y de una lista de incapacidades para acompañar a una chica embarazada ni siquiera por un ratito. Honestamente, no lo juzgué. No cuestioné su decisión. Fue lo que pudo en aquel momento y lo recibí desde un lugar de perdón. Aun así, sentí que fue una charla que nos quedaría pendiente por mucho tiempo más”, reflexiona Christian con dejo de cierta insatisfacción. “Pero, al fin y al cabo, pude contarle personalmente lo que sus elecciones me habían dado. Y aunque pudiera resultar doloroso para él (porque tal vez así fue), le agradecí el hecho de haberme dejado en manos de Juan Sancho. Porque me dio un padre hermoso, el mejor del mundo. Un espejo para saber qué tipo de hombre quería ser y cuál no”, cuenta con orgullo sobre la exposición que hizo mirándolo a los ojos y en su versión más cruda. “La vida me enseñó que no es fácil ser papá. Que hay personas que no están preparadas para ese desafío y que hay otras como Juan, que te educan para eso”.

¿Sanó? “Sí. Sané”, responde. “El Universo es sabio. Basta con mirar a mi alrededor para saber que tengo una realidad muy preciosa. ¿Qué más podría pedir?”. Respecto de si logró querer a Daniel, Christian abre un silencio de segundos. “Aprendí a querer a la gente con defectos y virtudes. Lo que sucedió no convierte a mi padre biológico en un mal tipo. Simplemente se trata de una persona que no tuvo la inteligencia emocional como para brindarse”.

Así descubre un episodio que supo lastimarlo. “A mis veintipico vi El gran pez (Big Fish, by Tim Burton, 2004) y abracé con fuerza la trama de ese filme que me permitió digerir muchas emociones”, comparte. “Entonces, en un impulso la compré y la llevé conmigo a aquel encuentro como el mejor regalo que pudiera hacerle a quien me dio la vida. Al entregársela le dije: ´Mirala, es muy importante para mí. Me ayudó a perdonarte, a pensarnos y a entender lo que yo mismo debía ser como padre´. Volví a la Argentina. Y después de mucho tiempo, durante en una charla le pregunté: ´¿Qué te pareció la película?´. Me respondió: ´No la vi, estuve en un business (negocio) y no tuve tiempo´. En ese momento no me quedó más que confirmar la dimensión de sus capacidades”, concluye.

“Mi padre biológico y yo no tenemos una relación fluida. Ni mucho menos. Entre otras cosas, y fundamentalmente, por el inmenso respeto que le tengo al amor, al esfuerzo y a la dedicación de Juan y de Susana. Este esquema de familia unida, fuerte y amorosa que tengo y agradezco para siempre es parte de su obra”.

Hoy Christian es un papá feliz. Con el pesar lógico de la distancia, pero feliz. Camille Sancho (22) –hija de su relación con la actriz Valeria Britos (47)– está radicada en España, donde estudia Ingeniería Química en la Universidad de Almería. “Me apasiona verla como una mujer fuerte, decidida por su camino y abocada a sus sueños, como lo hice yo casi a su edad”, cuenta. Recordemos que en 2018, tras su boda con Lionel Campoy (54, ex Bobby Goma), Britos encontró hogar en Europa, donde abrió con él la productora Vale hacer Lío. Sancho cuenta que el vínculo con Camille fue tejiéndose “de a poco y con lo que se podía de entrada, porque ser papá de tan chico resultó una gran prueba”. Y la comparación no tarda en llegar. “Ese embarazo nos sorprendió, a su madre y a mí, al mes de habernos conocido”, relata. “Y jamás se me cruzó otra idea que no fuese la de tenerla. Pensar que si no hubiesen actuado así conmigo, hoy no estaría acá”, ata a su historia personal como refrenda y simbolismo. “Así nació esta guerrera que supo pelearla desde el inicio en una incubadora teniéndonos pendientes de ella durante tantos días”, recuerda. “Uy, sí que la extraño en el día a día, aunque para mí, nunca se haya bajado de mis hombros, donde le gustaba ir sentada cuando era niña”.

Claro que más allá del contacto diario, “la lejanía se hace pesada”. Porque como dice, sobre esa huella de su historia: “A mí me duele mucho el desapego”. Sí, Sancho sabe muy bien que “el abandono es un fantasma que me perseguirá de cerca por el resto de mi vida y que la lucha contra sus sensaciones de angustia y soledad nunca terminan”. Y es en este tren que arribamos sin escala al último “triste episodio” que debió surcar en marzo de 2019: la separación de Vanesa Schual, madre de Gael. “Fue un golpe abrupto y devastador”, describe. “Acepté su decisión y la frustración fue muy grande. Tanto que tardé en reconocerlo, asimilarlo y decirlo: recién logré contarlo un año después, en marzo de 2020″.

Sancho pisó la depresión. “Se avivó la memoria emotiva de ese abandono que está ahí, siempre latente. Yo creí que esa era la última parada, que mi vida se acababa. Me sentía grande, viejo, casi enfermo. El dolor fue inexplicable”, cuenta. “En aquel momento, protagonizaba Masterchef Celebrity (Telefe) en televisión, Un cack en cine, y Departamento de soltero en teatro, donde recuerda haber llorado a mares durante cada bajada de telón tras un final que giraba en reflexión sobre el amor. “No podía explicarme cómo esa persona (habla de sí mismo) que atravesaba un presente laboral tan exitoso, pudiera estar tan triste”, cuenta. “Volví a sentirme desamparado. En un limbo, sin dirección y tentado a lo más fácil, escapar hacia algún lado. Algo que probablemente subyacía en mi ADN”. Más allá de la familia, señala afectos fundamentales en ese camino. Y cita con gratitud a Damián De Santo (54), con quien dice haber tejido un vínculo entrañable durante su paso por Botineras (Telefe, 2009/2010). “Fue la primera persona a la que llamé en aquel momento y supo abrazarme con sabias palabras”.

Como “es imposible tapar el pozo con polvo”, según señala, Christian se propuso “empezar a trabajar en mi sanación”. Conoció a Lilian, una terapeuta que lo abrió al plano espiritual guiándolo hacia la meditación y al Shiatsu, la ténica japonesa destinada a equilibrar las energías del organismo propiciando la autocuración. Sí, un par de sesiones valieron la mejoría y da crédito a esa práctica. “Pero el giro brutal y definitorio llegaría el 20 de septiembre de ese mismo año”, indicado por él como el hecho que “cambió” su mirada.

Fue durante una visita al Penal de San Martín (Unidad 48), invitado por la UAR (Unión Argentina de Rugby) para liderar una charla sobre la importancia del deporte y la vida saludable en su faceta de exrugbier. “Aquella mañana no tenía ganas de levantarme, pero me había comprometido y no podía fallar”, cuenta. “Compartí el desayuno, recorrí los calabozos y entrené con 300 presidiarios en recuperación. Y mientras veía al equipo que ellos habían formado, correr con tanta felicidad a lo largo de esa cancha, me llamé a la atención a mí mismo diciéndome: ´Date cuenta, estás en uno de los sitios más tristes, con mayor oscuridad, y no dejás de ver sonrisas´. Esa actividad deportiva, que tanto les gustaba, estaba iluminando a esos internos”, describe.

“Yo no había preparado ningún tipo de speech. Llegué a la unidad decidido a improvisar con y desde el corazón. Y al momento de tenernos a todos de frente, de un modo u otro, me identifiqué. Hablar con ellos fue mirarme, entenderme y curarme. Esos hombres estaban enseñándome a valorar la posibilidad de hacer lo que nos enciende. Una facultad que siempre, y bajo cualquier circunstancia, nos sacará adelante. Entonces me paré y les dije: ´Gracias. Hasta hoy estuve transitando uno de los peores momentos de mi historia. Pero a partir de sentir esta pasión de todos ustedes, que no es más que felicidad, entendí por dónde pasa lo importante. Nunca se olviden que los martes y los jueves de 10 a 12, en esa cancha, ustedes son libres´. Y mi vida volvió a tener colores”, concluye. “Desde entonces sólo busqué la luz”.

El amor también fue de la partida de ese tránsito difícil con sabor a fracaso: “Llegué a creer que ya era una asignatura perdida para mí”, revela. Hasta entonces, “varias de las parejas que tuve, me habían dicho: ´Tranquilo, Chris, todavía no te enamoraste´. Y yo no lo entendía. ´¡Pero si tuvimos una relación sentida, de respeto, de fidelidad!´, reprochaba. ´Algún día vas a saber qué es el amor. Vos nunca estuviste enamorado´, insistían. Y hoy, cuesta asimilar que tenían razón. Recién a los 48 puedo asegurar que me enamoré por primera vez en mi historia”.

Sancho conoció a Celeste Muriega (34) sobre el “loquísimo” escenario de Sex. El 7 de enero de 2022, José María Muscari (46, creador del espectáculo) irrumpió en su camarín: “´¿Qué le falta a tu vida?´, me preguntó. ´Un amor´, respondí. ´Cambiaría, sin dudar, todo lo material por un gran amor´. No me contestó y fue a hacer lo mismo con Celeste”, recuerda.

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La primera cita, “de tres horas”, fue en una heladería. Pero el plan de amistad terminaría con un beso, 15 días después. Entonces bromea con aquel “poder” que mencionó al principio de esta charla: “Todo lo que deseo se me cumple”. En ella dice haber encontrado “complemento, compañía, complicidad y una empatía que me da la certeza de quererla para siempre como parte de mis días. Ella me enseña, me nutre y sabe tomarme la cara para decirme: ´¡Vos podes!´, antes de subirme para hablar sobre un escenario”, pronuncia emocionado.

Para que tomemos dimensión de “la historia de amor” que asegura estar viviendo, subraya otro hecho inédito: “¡Voy a casarme! ¿Entendés?”. El matrimonio “al que siempre he subestimado como un trámite u obligación, con Celeste será más que una celebración”. Sancho y Muriega planeaban unirse en matrimonio el próximo 25 de noviembre, pero el vaticinio de Pitty, la numeróloga (Verónica Asad, 46), arrojó “padecimiento”. Así fue que decidieron reprogramaron la ceremonia para el próximo 7 de diciembre. Christian comenzó a creer en influencia de los números cuando “en medio de aquel estado de tristeza, hace casi cuatro años”, la pitonisa le anunció que este amor ya estaba signado en su camino. “Estoy convencido de que existen mensajeros o enviados que se cruzan en la vida para darnos confianza, fe, esperanza en un aprendizaje, en un para qué. Y Pitty es una de ellas”, afirma considerando “nada casual” que el día de su compromiso secreto en una playa del Caribe mexicano a finales del pasado enero, se encontraron con ella el lobby del hotel. La “señal” ameritó que la numeróloga (hoy su amiga) comparta con Lizzy Tagliani (22) en rol de la madrina en la futura boda.

“El Universo, Dios o lo que fuese, me regaló esta oportunidad y voy a disfrutarla. Porque ya no quiero dejar de disfrutar”, decreta. La vida le quitó mucho antes de llegar. Pero dice haber crecido “bien nutrido de palabras, momentos y miradas, que han sido acertadas herramientas. En definitiva, de un amor inmenso que se llama Juan y Susana”. A la postre de su historia, Sancho firma al pie de lo que dice: “Las cosas pasan por algo y para algo. Y yo aprendí a no quedarme con lo feo, ni con lo triste, ni con lo malo. Agradezco al abandono y a cada una de sus marcas, porque sin ese tránsito de maestros como han sido el dolor, la tristeza, la soledad y una resiliencia casi obligada, nunca hubiese llegado a este presente. A esta felicidad. A este tipo que aprendió y se animó a la revancha”.

Con informacion de Infobae.