OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN

El Estado contra el ciudadano: la herencia de la desconfianza y la oportunidad de cambiarla

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Durante demasiado tiempo, en la Argentina se naturalizó una anomalía que terminó siendo regla: el ciudadano que paga impuestos fue tratado como un presunto culpable. No como un socio del Estado, no como el motor del sistema productivo, sino como alguien al que había que vigilar, apretar y disciplinar. La lógica era simple y brutal: primero la sospecha, después —si había suerte— la absolución administrativa. En ese esquema, cumplir nunca alcanzaba.

Esa mirada no surgió de la nada. Fue la consecuencia directa de un Estado desordenado, voraz y poco dispuesto a hacerse cargo de sus propios fracasos. Incapaz de equilibrar cuentas, de gastar con eficiencia o de ofrecer una moneda confiable, eligió el camino más fácil: trasladar la culpa al contribuyente. Y lo hizo con entusiasmo. El problema no era el gasto, ni la emisión, ni la improvisación permanente. El problema siempre era el otro: el comerciante, el profesional, el jubilado, el pequeño ahorrista. El que estaba a mano.

Las políticas fiscales de los años del populismo consolidaron esa visión. No se construyó seguridad jurídica ni previsibilidad, condiciones básicas para cualquier país que aspire a crecer. Se montó, en cambio, un aparato de control que confundía fiscalización con castigo y autoridad con abuso. La evasión estructural nunca fue atacada en serio; resultaba más sencillo apretar al que estaba dentro del radar, al que tenía un CUIT, al que intentaba seguir en regla. La informalidad, lejos de ser un vicio cultural, fue muchas veces una reacción defensiva frente a un Estado que cobraba mal, gastaba peor y no ofrecía nada a cambio.

En ese contexto se explica uno de los fenómenos más singulares —y más reveladores— de la economía argentina: el ahorro en dólares fuera del sistema. No nació de la especulación ni de la picardía. Nació de la experiencia. Generaciones enteras aprendieron, a fuerza de crisis, confiscaciones y devaluaciones, que ahorrar en pesos era una forma elegante de perder. Los descendientes de inmigrantes que habían llegado con poco y construido todo trabajando entendieron rápido que proteger el fruto de su esfuerzo era una cuestión de supervivencia. El viejo chanchito fue reemplazado por billetes verdes. Hoy, ese “colchón” suma cifras obscenas no por delito, sino por desconfianza.

Pero el Estado no solo respondió con controles. Respondió con estigmatización. El contribuyente pasó a ser un personaje sospechoso, casi inmoral. Hubo escraches públicos, discursos incendiarios y una pedagogía del señalamiento. El episodio del jubilado tratado como avaro por querer comprar unos pocos dólares para sus nietos sintetiza esa época: alguien común convertido en villano por no creer en una moneda que el propio Estado se encargaba de destruir. No era un evasor ni un criminal. Era un ciudadano que no quería que su ahorro se licuara.

Así se llegó a un delirio económico difícil de explicar en cualquier manual: consumo financiado en cuotas interminables y ahorro penalizado; electrodomésticos pagados en doce pagos y propiedades al contado, cuando se podía. Lo absurdo dejó de ser excepción y se volvió sistema. Mientras el Estado emitía, regulaba y castigaba, la sociedad hacía equilibrio para no caerse del todo.

En ese escenario aparece hoy un intento de cambio que merece ser leído más allá de la técnica tributaria. El llamado Proyecto de Inocencia Fiscal propone algo disruptivo para la historia reciente argentina: invertir la carga simbólica. Partir de la idea de que el contribuyente no es un delincuente en potencia, sino alguien que actúa de buena fe. Que el control del Estado debe ser inteligente, proporcional y focalizado en quienes realmente dañan al sistema, no en el error menor o la formalidad imperfecta.

No se trata de un Estado ausente ni de barra libre. Es, en teoría, todo lo contrario: un Estado que deja de malgastar energía persiguiendo a quien cumple y concentra recursos donde hay fraude real. Menos burocracia automática, más criterio. Menos castigo reflejo, más inteligencia fiscal. Una corrección necesaria frente a décadas de desproporción, donde una falta administrativa podía convertirse en una pesadilla infinita mientras los grandes desvíos se diluían.

También hay un mensaje claro para quienes empiezan a sacar sus ahorros del escondite doméstico: proteger lo propio no fue un pecado, y formalizarlo no debería ser un vía crucis. Esa señal es clave si se pretende recomponer algo que la Argentina perdió hace mucho: la confianza.

Porque este debate excede largamente a los impuestos. Es cultural. Es político. Es, en el fondo, moral. Un país que trata a sus ciudadanos como enemigos termina obteniendo ciudadanos defensivos, desconfiados y replegados. Un Estado que respeta genera, con el tiempo, cumplimiento. No hay sistema tributario viable sin confianza, y no hay confianza posible cuando la sospecha es la regla.

La Inocencia Fiscal no es un indulto ni un olvido. Es una rectificación tardía. El reconocimiento de que fue el propio Estado, con sus malas decisiones, el que empujó a millones hacia la informalidad. Entender eso no garantiza el éxito, pero ignorarlo asegura el fracaso. Y a esta altura, la Argentina ya no puede darse ese lujo.