OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN

El día que el Gobierno aprendió a contar votos y a pagar el precio de la política

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hubo una escena que condensó la sesión del Presupuesto 2026 mejor que cualquier planilla de Excel: un despacho con las puertas que no dejaban de abrirse y cerrarse, dirigentes que iban y venían, celulares apoyados sobre la mesa y la sensación de que, esta vez, el Gobierno había decidido jugar el partido con las reglas reales del Congreso y no con las que imaginó al inicio de su gestión. La política, finalmente, volvió a imponerse sobre la épica.

El oficialismo entendió algo elemental pero que hasta ahora parecía negarse a aceptar: los votos no se declaman, se cuentan. Y para contarlos hay que negociar. Patricia Bullrich, convertida en anfitriona y operadora central, funcionó como eje de una mesa donde confluyeron la rosca y la caja, la estrategia parlamentaria y la lapicera económica. El resultado fue una victoria amplia que no solo aprobó el Presupuesto, sino que dejó al Gobierno mejor parado para las próximas batallas institucionales.

El dato duro —46 votos contra 25— es apenas la superficie. Lo relevante está en lo que reveló ese número: la fragmentación opositora, la ductilidad de los gobernadores y el aprendizaje acelerado de una administración que venía de tropezar en Diputados por subestimar el oficio legislativo. Esta vez, el Gobierno no fue a buscar la pureza doctrinaria, sino el triunfo posible. Y lo consiguió.

Los mandatarios provinciales volvieron a ocupar el centro del escenario. No como un bloque homogéneo, sino como un archipiélago de intereses que se alinean y desalinean según el flujo de recursos y las urgencias locales. El llamado “peronismo blue”, ese conjunto informal de gobernadores del Norte y del interior profundo, apareció como un socio más confiable que muchos aliados formales. No por afinidad ideológica, sino por pragmatismo fiscal.

El mecanismo fue clásico: avales, garantías, aceleración de envíos, promesas a futuro. Nada que no haya ocurrido antes en la política argentina, aunque el discurso libertario se haya construido, en buena medida, contra estas prácticas. El cambio no fue solo táctico; fue cultural. El Gobierno aceptó que administrar también implica ceder, dosificar y priorizar.

Las fisuras atravesaron todos los bloques. El peronismo volvió a mostrar su histórica tendencia a dividirse cuando es oposición. El radicalismo exhibió contradicciones internas entre senadores con anclaje territorial y aquellos que ya no responden a gobernadores. Los espacios provinciales, siempre más líquidos, jugaron a dos puntas. Y el PRO, que prometía resistencia, terminó diluyéndose en un acompañamiento sin ruido. El Senado se tiñó de violeta sin demasiada épica.

Detrás de esa arquitectura política hubo un correlato financiero difícil de disimular. Diciembre mostró saltos abruptos en los giros a provincias específicas, muy por encima de sus promedios habituales. No fueron ATN, explican técnicamente, sino compensaciones y aceleraciones por el Consenso Fiscal. La explicación puede ser correcta, pero la oportunidad también cuenta. En política, el cuándo suele pesar tanto como el qué.

El contraste fue elocuente: algunas provincias recibieron miles de millones en un solo día; otras, nada. La Ciudad de Buenos Aires y La Pampa quedaron en cero. La lapicera, una vez más, marcó diferencias. Y esas diferencias ayudaron a ordenar voluntades en el recinto.

El Presupuesto aprobado, además, deja zonas grises que el Gobierno prefiere postergar. ¿Es realmente un Presupuesto sin déficit? ¿Cierran los números sin el capítulo que se cayó? La respuesta quedó diferida a las planillas finas y, sobre todo, a la ejecución. Por ahora, el objetivo político se cumplió: evitar una derrota y mostrar capacidad de gobernabilidad.

La victoria también reordenó el poder interno. El ala karinista salió fortalecida, con más influencia territorial, partidaria y ahora también judicial. El desplazamiento relativo del círculo de Santiago Caputo no fue explícito, pero sí visible. La política interna del oficialismo empieza a parecerse cada vez más a la de cualquier fuerza que se prepara para gobernar varios años: disputas silenciosas, cargos estratégicos y control de las palancas clave.

Todo esto ocurre mientras la economía sigue siendo el verdadero juez. El Presupuesto le da al Ejecutivo margen para maniobrar en materia de deuda y canjes, pero enero asoma con vencimientos exigentes y dólares que todavía no están garantizados. El Gobierno apuesta a conseguirlos sin sobresaltos, aunque el margen financiero es estrecho y las opciones no sobran.

La promesa es conocida: inocencia fiscal, dólares del colchón, reactivación vía construcción y consumo durable. Un relato que busca tranquilizar a gobernadores y empresarios, pero que todavía necesita resultados concretos. Sin crecimiento visible, la política del toma y daca se vuelve más costosa.

El peronismo, mientras tanto, observa y espera. Sin liderazgo claro ni estrategia unificada, su principal apuesta parece ser el desgaste del Gobierno, replicando el libreto de 2019. Incluso ensaya movimientos laterales, como la instalación de candidatos “spoiler”, más pensados para restar que para ganar. La paradoja es evidente: Milei fue, hace no tanto, el gran spoiler del sistema.

El Presupuesto 2026 fue algo más que una ley. Fue una señal. El Gobierno decidió jugar en serio el juego de la política, con sus reglas incómodas y sus costos. Ganó esta mano. El problema, como siempre, no es ganar una votación, sino sostener el equilibrio cuando se apagan las luces del recinto y llega la hora de cumplir. Porque, al final, la campaña permanente tiene un límite claro: la economía. Y ahí no alcanzan los votos, las selfies ni los discursos. Ahí mandan los resultados.