Haciendo el ridículo dentro y fuera del país

OPINIÓN Joaquín Morales Solá*
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De la Argentina como puerta de entrada del dictador ruso Putin para América Latina al apretón de manos con toqueteo del codo incluido a Joe Biden. Ni Alberto Fernández ni Biden imaginaban que una jueza de Nueva York preparaba por esas horas una demoledora sentencia contra la mala administración de Cristina Kirchner cuando nacionalizó YPF.

El gobierno argentino hace del ridículo una rutina, pero no solo dentro del país; también, y sobre todo, en el exterior. Alberto Fernández declaró luego de la reunión personal con Biden que ambos habían coincidido en que “heredaron economías destruidas”. Habría sucedido en el momento en que los dos estuvieron solos, acompañados nada más que por los traductores. De esas reuniones de los presidentes norteamericanos nunca se sabe nada. Biden, por lo tanto, no habló. El comunicado que se conoció luego correspondió a la reunión ampliada con las delegaciones de los dos países. Alberto Fernández fomenta dentro de sí mismo un viejo y profundo rencor hacia Mauricio Macri desde que este borró al peronismo (o al filoperonismo) como alternativa electoral en la Capital, su distrito. Ahora, encima, está en campaña electoral detrás del proyecto de su reelección, que probablemente no ocurra nunca. Todo eso es lo que explica que haya puesto en boca de Biden palabras que este nunca pronunció referidas, por lo menos, a la Argentina. Fuentes diplomáticas de Washington señalaron que el gobierno de Estados Unidos nunca opina sobre procesos partidarios o electorales internos de otros países desde que Carter estableció esa doctrina, en los años 70. Solo hace saber su opinión sobre cuestiones internas de otros países, subrayaron, cuando se violan los derechos humanos, como pueden ser los casos de Venezuela, Nicaragua y Cuba, o cuando ponen en peligro la paz mundial, como sucede con Rusia e Irán. Las fuentes norteamericanas desmintieron de esa manera al presidente argentino. En Washington no olvidan que es muy probable que Biden deba dialogar al menos durante un año, si no es reelegido, con un gobierno argentino de otro signo político. “Fue una reunión de despedida. El gobierno norteamericano sabe cuál es la situación de Alberto Fernández en la arquitectura del poder argentino”, deslizó la fuente. El Presidente venía clamando para que se hiciera esa reunión desde que asumió, pero el encuentro se concretó cuando a Alberto Fernández le quedan pocos meses de mandato. Biden recibió al presidente brasileño Lula apenas un mes después de que este asumiera. Feo contraste. 

De todos modos, a Alberto Fernández le fue mejor que a su vicepresidenta. Barack Obama jamás recibió en el Salón Oval a Cristina Kirchner, cansado de escuchar sus clases de política internacional (y hasta sobre la política interna de los Estados Unidos) en las reuniones de presidentes americanos. Dicen que Obama nunca olvidó que cuando fue elegido presidente aceptó una conversación telefónica con Cristina Kirchner, entonces presidenta argentina, y que esta lo tuvo casi media hora en el teléfono enseñándole lo que significaba que un hombre de color llegara a la Casa Blanca. Una clase inútil; el que sabía lo que eso significaba era Obama, no Cristina. Pero Cristina es así. Ahora, cuando Alberto Fernández llegó a la oficina de Biden, este ya conocía que la vicepresidenta argentina acababa de hacer, vía Twitter, una fuerte declaración contra Estados Unidos. Acusó al gobierno norteamericano de estar detrás de las decisiones judiciales que la condenaron por corrupción. Se respaldó en un comunicado del senador Ted Cruz, quien, en efecto, pidió que les apliquen sanciones a ella y a su círculo político más cercano por prácticas corruptas. Cruz es un senador de la oposición en Estados Unidos; no hay nada más distinto que Cruz y Biden. Cruz compite con Trump por el electorado de la extrema derecha norteamericana mientras que Biden es una expresión cabal del más moderado Partido Demócrata. Pero en “el Norte”, como dice Cristina para no nombrar a Estados Unidos, está el origen de sus tormentos judiciales. Jueces, políticos opositores y periodistas locales que investigaron la corrupción kirchnerista son meros ventrílocuos de Washington. ¿Llama la atención, en ese contexto, que su abogado haya amenazado con la cárcel al periodista Diego Cabot, un profesional serio y honesto que sufrió la persecución del kirchnerismo, y que haya incluido a LA NACIÓN en esa amenaza? ¿O que también le haya hecho la misma amenaza al juez Germán Castelli, que integra el tribunal oral que la juzgará por la causa de los cuadernos, la monumental investigación de Cabot? ¿No le está dando la razón a Ted Cruz, seguramente sin quererlo, porque este la acusó también de “socavar las instituciones políticas de la Argentina”?

De lo que no habla Cristina Kirchner es de sus similitudes con Donald Trump, ambos expresiones del antisistema político. Trump, como Cristina, está a punto de ser condenado por un delito común (pagó a una actriz de cine porno para que callara), pero él dice que es una persecución política de Biden. Trump denuncia que ese proceso judicial es una “interferencia electoral” en su proyecto para ser candidato presidencial el año próximo. Interferencia electoral es otra manera de llamar a la proscripción que denuncia Cristina. Le guste o no, Trump es el espejo en el que se mira Cristina, aunque ella aborrezca el espejo.

Volvamos a Alberto Fernández. Los norteamericanos no practican la sutil diplomacia de los franceses ni la ironía indirecta de los británicos. Son espontáneos y claros cuando quieren decir algo. Biden profundizó la política de feroz competencia con China que inauguró Trump en su momento. El presidente norteamericano detesta la sola idea de un predominio chino en América Latina (o en el mundo). El mensaje de Biden a Alberto Fernández consumió seguramente tres minutos, según estimó un experimentado diplomático. El presidente argentino será un presidente frágil y efímero, pero tendrá la lapicera hasta fin de año y podría firmar decisiones que van contra las prioridades de los Estados Unidos. Los pedidos fueron dos. Uno consistió en que no debe comprar los aviones militares JF-17 chinos porque sería la primera compra de material militar chino en América Latina. Estados Unidos le propone a Alberto Fernández venderle los aviones militares norteamericanos F-16, pero estos vendrían desarmados por el veto británico a la venta de armas a la Argentina. ¿Un avión para pasear, entonces? El pragmatismo indica que la Argentina no está ahora en condiciones de comprar aviones militares. Es cierto que las Fuerzas Armadas necesitan una modernización de su material, extremadamente obsoleto. Pero ¿debe comprar aviones militares un país que no tiene dólares ni siquiera para la compra de imprescindibles importaciones de insumos para la industria y la producción agropecuaria? Esa es la pregunta que deben hacerse los gobernantes, sin entrar todavía en la sospecha sobre las comisiones que suelen pagarse por esas compras.

El segundo pedido consistió en que la Argentina no incluya a China en su licitación internacional para adjudicar el sistema de internet 5G. China tiene el sistema Huawei, pero los norteamericanos tienen información de que detrás de esa tecnología se esconde un sofisticado mecanismo de espionaje internacional. Cierto o no, hasta tales cimas llegaron la competencia y las suspicacias en la relación entre Washington y Pekín. A cambio de tales pedidos, Biden se comprometió a apoyar a la Argentina ante el Fondo Monetario. Y la ayudó.

Indiferente a esos enjuagues, la jueza Loretta Preska terminaba de escribir por esas horas una lapidaria sentencia a favor del fondo de inversión que compró la demanda de los viejos dueños de YPF contra la estatización (¿confiscación?) de la empresa en tiempos de Cristina Kirchner. Su entonces ministro de Economía, Axel Kicillof, había dicho que no eran tontos como para hacer las cosas legalmente. La historia lo desmintió en cuanto a que carecían de tontera. El Estado argentino deberá pagar hasta 17.500 millones de dólares por una empresa que vale, cuando mucho, 3000 millones. Y Kicillof ya le pagó, con intereses incluidos, casi 10.000 millones de dólares a Repsol, la anterior dueña de la petrolera. La fiesta kirchnerista resultó demasiado cara para los argentinos de ahora y de las próximas generaciones. No hay toqueteo a Biden que supere políticas tan ridículas.

 

* Para La Nación

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