EDITORIAL Juan Palos

Obsesionarse en demostrar gestión es sinónimo de corrupción

Por Juan Palos

"al que le quepa el sayo, que se lo ponga"

No es cuestión de querer demostrar gestión; hay que gestionar en serio. La política argentina está impregnada de un dilema fundamental: la tendencia de muchos dirigentes a priorizar la apariencia sobre la efectividad real. En este contexto, el término "rosquear" adquiere un significado profundo. Esta práctica, que hace referencia a maniobrar y negociar en pro de intereses personales, revela la esencia de un sistema político que, en gran medida, parece haber perdido contacto con la realidad de la ciudadanía.
La corrupción y la falta de compromiso son síntomas de una enfermedad institucional que se ha desarrollado a lo largo de los años. Muchos de estos representantes se han vuelto expertos en el arte de la retórica, empleando discursos grandilocuentes para ocultar el vacío de acciones concretas. Esto se traduce en una realidad palpable: una masa de ciudadanos que observa impotente cómo sus necesidades y demandas son desoídas o, peor aún, utilizadas como mero combustible para la perpetuación del poder.
Los líderes políticos argentinos a menudo parecen más preocupados por asegurar sus posiciones que por abordar los problemas que aquejan al país. La desconfianza que impera entre los votantes no es infundada; está sustentada por un historial de promesas incumplidas y propuestas que rara vez se concretan. La necesidad de permanecer en el poder los lleva a engañar sin escrúpulos, creando una percepción de que todo cambio o reforma es superficial y efímero.
Es alarmante pensar que muchos de estos dirigentes parecen estar alimentando una relación simbiótica con el Estado. En lugar de servir a la sociedad, ellos se convierten en parásitos que sobreviven de un sistema que se ha visto debilitado por su propia incapacidad para evolucionar. La idea de "la casta" no es simplemente un concepto arrojado al aire; es una realidad palpable que abarca a aquellos que, en lugar de ser servidores públicos, se han transformado en algo completamente diferente: administradores de su propio interés.
Argentina, en su estado actual, clama por una transformación radical, no solo en términos de las políticas que se implementan, sino en la cultura política que sostiene el sistema. Hacer frente a esta casta es un desafío monumental, pero es imperativo que la población empiece a exigir rendición de cuentas, transparencia y una verdadera representación. Las soluciones a los problemas más cruciales del país no pueden surgir de quienes están demasiado involucrados en la dinámica de "rosquiar"; deben emanar de individuos comprometidos y dispuestos a invertir en el bienestar colectivo.
Este cambio no será fácil, pero es necesario. La lucha por una política más limpia y efectiva debe ser una labor compartida entre los ciudadanos y los líderes responsables. Si Argentina quiere romper las cadenas de la casta que le han hecho tanto daño, solo podrá hacerlo a través de un compromiso genuino hacia una gestión que finalmente esté al servicio del pueblo. Es el momento de un nuevo pacto social en el que la política deje de ser un juego de apariencias y se convierta en una herramienta de cambio real y duradero.