La diplomacia del deber: el precio de la construcción tras la tormenta libertaria

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hay un aire extraño en la política argentina. Después de casi dos años de fricción constante, sobresaltos sucesivos y una estrategia de shock como único manual de instrucciones, el Gobierno de Javier Milei parece haber entrado en una fase que ni sus seguidores más fervorosos habrían imaginado: un período de calma relativa. Una meseta. Un intervalo entre tormentas. Y, como suele ocurrir en estos pasajes, llega el momento de los deberes, del trabajo silencioso, del desgaste menos heroico y más técnico. La épica del bulldozer empieza a ceder paso a la aritmética de la construcción.

En esa nueva atmósfera se inscribe el anuncio del “Acuerdo marco para profundizar la relación bilateral” entre la Argentina y los Estados Unidos, comunicado desde Washington y celebrado por la administración libertaria como una especie de consagración diplomática. No es un acuerdo aislado: forma parte de un paquete regional que incluye a Ecuador, Guatemala y El Salvador. Todos, países que la Casa Blanca busca atraer a su órbita mediante incentivos comerciales y promesas de inversión. La puerta está abierta, sí, pero la alfombra la fija quien invita. Y las reglas también.

El Gobierno argentino interpreta este convenio como un premio a su alineamiento total con Donald Trump, un gesto que la Casa Blanca destaca sin rubor. La señal es clara: Estados Unidos está dispuesto a ofrecer ciertas ventajas arancelarias y comerciales a quienes acepten condicionamientos relevantes y, a la vez, colaboren en limitar el avance económico de China en la región. Un manual de diplomacia tradicional, pero actualizado a la competencia geopolítica contemporánea. Zanahorias en una mano, palos en la otra.

Aun así, conviene despejar ilusiones: el acuerdo no es simétrico. Desde lo numérico, Argentina asume más compromisos que su contraparte, y algunas estimaciones incluso hablan de una relación de cinco obligaciones argentinas por cada una estadounidense. Para el Gobierno, esto es parte del costo inevitable de abandonar una tradición intervencionista que, a su juicio, hundió las posibilidades de desarrollo. Para otros, se trata de un sometimiento diplomático que posterga discusiones sobre soberanía económica. Más allá de las miradas, lo cierto es que el documento marca con precisión quirúrgica qué reformas estructurales espera Washington y de qué manera deben adaptarse las instituciones argentinas para que la relación avance.

Esta realidad expone una de las paradojas más notorias del momento político: Milei, un presidente que llegó al poder rompiendo platos a cada paso, ahora debe ordenar la mesa. Lo que durante meses fue demolición –del déficit, de las distorsiones tarifarias, de los controles, de ciertos consensos de la clase política– ahora exige el complemento de la construcción. Y esa construcción no puede depender solo del ímpetu personal del Presidente. Requiere una arquitectura política compleja.

Con un Congreso reconfigurado y gobernadores atentos al impacto económico que pueda derivarse del acuerdo bilateral, el oficialismo enfrenta un proceso legislativo decisivo. El Presupuesto, las reformas fiscales y laborales, y los cambios penales conforman un paquete que no sólo debe satisfacer las expectativas del Ejecutivo, sino también las exigencias implícitas del nuevo entendimiento con Estados Unidos. Las provincias vinculadas a sectores extractivos podrían beneficiarse; otras, con economías industriales, podrían sentirse amenazadas. Desde la industria automotriz hasta el sector avícola, pasando por el universo farmacéutico –especialmente sensible ante las condiciones de propiedad intelectual–, la negociación promete ruido y resistencia.

A este cuadro se suma una dimensión interna que el Gobierno no puede subestimar: la reorganización del poder puertas adentro. Karina Milei emerge como la figura de mayor gravitación política, mientras Manuel Adorni se consolida como gestor de una Jefatura de Gabinete reforzada. El desplazamiento gradual de Santiago Caputo marca el final de una etapa de influencia y el comienzo de otra, más ordenada, más vertical y más centralizada. La pregunta es si esta hiperconcentración mejorará la eficacia del Estado o profundizará los problemas de gestión que incluso actores cercanos al oficialismo vienen señalando con insistencia.

Porque, si algo quedó claro en estos meses, es que el “no hay gestión” fue un mantra tan reiterado como el más célebre “no hay plata”. Provincias que pedían hacerse cargo de obras paralizadas y no conseguían que un expediente se moviera; empresas que chocaban con un laberinto burocrático que sobrevivió indemne al vendaval libertario; funcionarios predispuestos al diálogo pero atrapados en una administración lenta y fragmentada. El desafío ahora es demostrar que la nueva estructura jerárquica puede resolver lo que la antigua no lograba.

El acuerdo con Estados Unidos, entonces, no sólo es un gesto diplomático: es un espejo. Refleja lo que el Gobierno promete ser y lo que todavía no es. Señala oportunidades, pero también desnuda incapacidades. Impulsa reformas, pero advierte costos. Obliga a mirar hacia afuera mientras exige un ajuste hacia adentro.

La etapa de la destrucción, como la llamó Milei, parece haber cumplido su función simbólica. La etapa de la construcción recién empieza. Y, como ocurre en toda obra, el ruido puede ser menor que el del derrumbe, pero el trabajo es infinitamente más difícil. Lo que está en juego ya no es quién rompe más fuerte. Es quién puede sostener, sin que se caiga, lo que viene después.