Del compromiso a la pantomima: la decadencia silenciosa del Congreso argentino
Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Las imágenes recientes del Congreso muestran un espectáculo que duele: gritos, insultos, gestos desbordados y escenas que parecen más propias de un circo que de la sede de un poder del Estado. La pregunta surge con fuerza: ¿cómo pasamos de legisladores como Sarmiento, Mitre, Alsina o Mansilla, que debatían ideas para construir la nación, a un Parlamento en el que la palabra casi siempre se convierte en griterío y espectáculo? Para entender la magnitud de esta transformación, hay que mirar atrás, a un tiempo en que la Argentina se estaba construyendo y los legisladores debían viajar kilómetros en carreta o a caballo, con riesgos permanentes, para cumplir su función.
Tras la caída de Rosas, Justo José de Urquiza impulsó la sanción de la Constitución nacional en 1853. Los representantes de las provincias se reunieron en Santa Fe. Alojados en fondas humildes, enfrentando enfermedades, ataques indígenas y viajes extenuantes, los legisladores de entonces asumían su tarea como un sacrificio personal. Las provincias, escasas de recursos, a menudo enviaban a ciudadanos que nunca habían visitado esos territorios para ocupar las bancas. Sin embargo, el honor de representar a la Nación estaba por encima de cualquier comodidad o beneficio.
La mudanza posterior del Congreso a Buenos Aires no alivió la austeridad. Los senadores trabajaban en edificios pequeños, con poco papel y tinta escasa; en invierno soportaban el frío con capas improvisadas, y en verano intentaban sobrellevar el calor con agua fresca. Las dietas eran magras. Bartolomé Mitre escribió en una carta que su salario le alcanzaba apenas para sobrevivir durante los meses de sesiones y que, el resto del año, debía ganarse la vida con su imprenta y su diario. Nada de choferes, secretarios, viáticos o comitivas: ser legislador era un compromiso moral más que un privilegio económico.
Ese sacrificio se reflejaba en la vida cotidiana: los representantes caminaban por la ciudad sin escoltas, compartían habitaciones y convivían con la precariedad. Pero, pese a todo, construían ideas, proyectos y debates que fundaban país. La política era una herramienta para la Nación, no un recurso para la autoexposición. Nombres como Domingo Faustino Sarmiento, Bartolomé Mitre, Adolfo Alsina, Miguel Cané o Lucio V. Mansilla no solo ocupan los manuales escolares, sino que fueron actores de un tiempo en que la palabra legislativa tenía peso y destino.
Hoy, la realidad es otra. El Congreso es un edificio fastuoso, con comisiones, asesores, cámaras y transmisiones en vivo que registran cada desplante. La representación de la Patria parece haberse diluido: los debates están diseñados más para viralizar frases que para construir leyes, y el valor del cargo se mide por la exposición en redes sociales y medios.
La jura de los 127 nuevos diputados fue el ejemplo más claro de esta transformación. Lo que antes era un acto solemne, con juramentos dirigidos a la Nación y a la Constitución, se convirtió en una sucesión de consignas partidarias y personales: “Por Cristina libre”, “por Palestina”, “por los 30.000”, mezcladas con reclamos gremiales o causas particulares. Las fórmulas reglamentarias quedaron reducidas a un decorado; la solemnidad se subordinó al espectáculo y el recinto se transformó en una tribuna más que en la casa de la Nación.
La distancia entre aquellos congresales que cruzaban ríos en chalana y compartían habitaciones para representar a su provincia, y los actuales legisladores que buscan cámaras y titulares, es abismal. La pobreza material de entonces se compensaba con grandeza cívica; hoy, la pobreza cívica se disimula con privilegios y gestos para la tribuna. Mientras los pioneros viajaban semanas para sostener una idea, muchos actuales recorren metros para protagonizar acciones efímeras y ruidosas.
El desafío que enfrenta la Argentina no es solo político, sino cultural: recuperar el sentido de la palabra, del compromiso y del honor. No basta con reformar reglamentos ni aumentar sanciones; es necesario preguntarse qué significa ser legislador. Representar a un pueblo no puede confundirse con representar una imagen o un mensaje para la tribuna. El Congreso, alguna vez trinchera de ideas, corre hoy el riesgo de convertirse en un escenario obsceno, vacío de propósito y de destino.
La memoria de aquellos primeros legisladores —con sus ideas, sacrificios y ética— debería inspirar un retorno a la responsabilidad. La Argentina se fundó en salas sin calefacción, con papel escaso y sueldos mínimos, pero con un compromiso que aún sostiene la República. Ese recuerdo no debe ser nostalgia, sino urgencia: sin honor, no hay futuro posible para un país que pretende sostener su democracia y su grandeza.