OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN

La república en cámara lenta: el juicio que exhibe nuestra renuncia al rigor

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hay momentos en los que un país se mira al espejo y descubre que la imagen reflejada no coincide con el relato que repite sobre sí mismo. Los juicios por corrupción contra ex presidentes, ministros y contratistas deberían ser una de esas instancias en las que una democracia demuestra que su estructura institucional es capaz de enfrentar al poder sin bajar la mirada. Pero la Argentina parece empeñada en convertir incluso sus oportunidades de grandeza en ejercicios de decadencia organizada.

Lo que debería funcionar como una prueba solemne de integridad judicial se convirtió en la escena más elocuente del deterioro institucional que nos atraviesa. La causa que involucra a Cristina Fernández de Kirchner, a ex funcionarios y a empresarios que prosperaron a la sombra del Estado era, por su envergadura, una oportunidad para afirmar que la república todavía conserva nervio y carácter. Sin embargo, el desarrollo procesal terminó siendo un inventario de deslices, informalidades y desbordes que ningún tribunal serio toleraría.

El desfile de actitudes impropias —abogados conectados desde autos en movimiento, imputados semiescondidos en la pantalla, defensores masticando ociosamente mientras se discuten pruebas que comprometen millones de fondos públicos— revela algo más profundo que una falta de decoro: exhibe un desapego total hacia la gravedad institucional del caso. La propia ex presidenta evadiendo la cámara como quien esquiva una selfie incómoda sintetiza un desprecio hacia el proceso y hacia quienes lo conducen. Ningún símbolo podría ser más potente ni más corrosivo.

El tribunal, lejos de ejercer la autoridad que la ley le exige, eligió la pasividad. No aplicó sanciones, no emitió advertencias formales, no impuso multas ni reemplazó defensores. Se limitó a contemplar, como si estuviera ante una sesión de Zoom entre empleados sin supervisión. Pero un juicio penal no es un trámite de oficina: es el espacio donde se gobierna el conflicto social y se define si el poder será juzgado con el mismo rigor que cualquier ciudadano. La omisión disciplinaria, en este contexto, no es neutral: erosiona la legitimidad del proceso y envía un mensaje devastador. Si los imputados son poderosos, las reglas parecen negociables.

Aquí aparece la tragedia argentina: la naturalización de lo anómalo. Porque este no es un episodio aislado, sino un síntoma de una enfermedad más amplia. Como advierten Levitsky y Ziblatt, las democracias del siglo XXI no suelen desplomarse por golpes militares, sino por la degradación gradual de sus estándares fundamentales. Una justicia que no hace cumplir su propia normativa es una institución que renuncia a su razón de ser. Sin sanción, no hay autoridad; sin autoridad, no hay república.

La comparación internacional subraya nuestra singularidad decadente. Brasil enfrentó Lava Jato con audiencias casi diarias. Italia construyó salas especiales para Mani Pulite. Perú juzgó a Fujimori con un cronograma estricto y presencial. Corea del Sur llevó a dos ex presidentes ante tribunales colmados con una disciplina que rozaba lo ceremonial. Incluso Sudáfrica encarceló a Jacob Zuma por desacato cuando se negó a comparecer. En todos esos casos, la justicia asumió que el poder debía ser interpelado con rigor, sin excusas, sin frivolidades.

La Argentina eligió otro camino: audiencias espaciadas, interrupciones inexplicables y un ritmo procesal tan errático que la narrativa probatoria se deshilacha. La justicia, que debería ofrecer continuidad y severidad, administra el tiempo como si buscara amortiguar el impacto del juicio sobre la opinión pública. Es difícil no leer esta estrategia como una forma de diluir la gravedad del caso bajo una capa de aburrimiento burocrático.

Pero el argumento más sorprendente, casi grotesco, fue aquel que justificó la continuidad virtual con una frase digna de antología: “No hay una sala lo suficientemente grande para albergar a todos los imputados”. Un país que organiza cumbres internacionales, recitales multitudinarios, convenciones y actos masivos asegura no estar en condiciones de adaptar un recinto judicial. Esta explicación es una concesión explícita a la comodidad de los acusados y una vulneración directa del principio de inmediación procesal. No se trata de un capricho jurídico: es la piedra angular de la oralidad y la única garantía de que juez, prueba y partes interactúen sin intermediaciones tecnológicas que distorsionen el proceso.

La Argentina, paradójicamente, ya supo hacerlo mejor. En 1985, con amenazas militares, atentados latentes y una democracia recién reconstruida, el país llevó adelante el Juicio a las Juntas con una disciplina que hoy parece ciencia ficción. Los magistrados de aquella época entendían que los juicios emblemáticos no admiten improvisaciones: cada gesto debía estar a la altura del momento histórico. Hoy, con más recursos, más estabilidad y menos riesgo, mostramos menos rigor, menos orden y menos república.

Las democracias no se derrumban en una noche. Se deterioran lentamente, por acumulación de gestos como estos: un tribunal que no sanciona, imputados que no respetan, defensores que improvisan, audiencias que se diluyen. Y, sobre todo, una ciudadanía que tolera esa degradación como si fuera inevitable.

Por eso, la solución no es técnica sino moral: presencialidad obligatoria, cronogramas intensivos, sanciones efectivas y una regla simple e irrenunciable —quien ejerce poder debe ser juzgado con más exigencia, no con menos.

Pero la pregunta final es incómoda: ¿estamos dispuestos a recuperar ese estándar? ¿O acaso, a diferencia de 1985, ya no somos una sociedad que exija a sus instituciones comportarse con grandeza cuando la historia lo reclama?

Tal vez el juicio no sólo describe lo que somos hoy, sino lo que resignamos en el camino.