OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN

Messi, el "factotum" de la felicidad argentina

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hace tres años, la Selección Argentina levantaba la Copa del Mundo en Qatar y el país entero parecía latir al unísono. No porque las diferencias hubieran desaparecido —no lo hicieron entonces ni lo han hecho ahora—, sino porque, por un instante, quedaron suspendidas bajo una emoción más poderosa. La política seguía siendo áspera, la economía mostraba las grietas de siempre, la desigualdad no se había evaporado. Sin embargo, algo ocurrió: el fútbol volvió a recordarnos que, aun siendo un país atravesado por tensiones profundas, todavía existe un territorio simbólico donde podemos encontrarnos.

Tres años después, las diferencias políticas, sociales y económicas no solo persisten: se han profundizado. La discusión política es más hostil, la incertidumbre económica y el sufrimiento cotidiano alcanzan a una enorme porción de la sociedad. No hay ingenuidad posible: aquel diciembre de 2022 no fue un punto de inflexión estructural. Fue, más bien, un paréntesis emocional. Una tregua.

Y sin embargo, el fútbol sigue ahí.

Sigue siendo el único tema verdaderamente nacional que nos une sin condiciones. El único que no exige coincidencias ideológicas, pertenencias partidarias ni credenciales sociales. El único que permite que el vecino que piensa exactamente lo contrario a uno se convierta, por noventa minutos, en un compañero de celebración o de angustia compartida.

Tal vez por eso duele tanto la comparación. Porque mientras el país real sigue fragmentado, la Selección nos ofrece una imagen de cohesión que no logramos reproducir en otros planos. No porque no queramos, sino porque no sabemos —o no podemos— hacerlo.

La Argentina continúa siendo ese diamante en bruto inmenso, deslumbrante en potencia, incómodo en la práctica. Riquezas naturales extraordinarias, una capacidad humana probada, creatividad, resiliencia, talento. Todo está ahí. Pero, como ocurre con ese diamante gigantesco e inabarcable, nadie parece dispuesto a hacerse cargo de él. No por su falta de valor, sino por el temor que genera cuidarlo, protegerlo, administrarlo sin que se fracture.

Un diamante así intimida. Requiere reglas claras, manos expertas, confianza colectiva. Y cuando eso no existe, su valor queda reducido a una promesa incumplida. Algo similar sucede con el país: lo tenemos todo, pero no logramos convertirlo en bienestar compartido.

En ese escenario de frustraciones reiteradas, la Selección aparece como una excepción luminosa. No porque sea perfecta, sino porque funciona. Porque allí hay un proyecto reconocible, un objetivo compartido y una noción clara de sacrificio común. Nadie discute para qué está la Selección: está para representarnos, para competir, para intentar ganar. Y en ese intento, incluso cuando no se gana, hay dignidad.

Esa lógica —tan simple y tan compleja a la vez— es la que nos sigue dando felicidad. Y también ilusión.

Hoy, a tres años del título del mundo, la alegría es la misma que aquella tarde inolvidable. Pero, aunque ya no hay desborde ni catarsis masiva, hay algo distinto: una esperanza más madura. La ilusión de que en 2026 pueda llegar una nueva estrella. No como un acto mágico, sino como la continuidad de un proceso que demostró que se puede.

Y allí vuelve a aparecer Lionel Messi.

Messi ya no es solo el héroe que volvió a levantar la copa después de 36 años. Es el símbolo de una perseverancia que no claudica, aun cuando el cuerpo pide descanso. Su sola presencia mantiene viva la ilusión. No porque garantice el triunfo, sino porque encarna un modo de estar: comprometido, humilde, colectivo.

Messi nos recuerda que las diferencias no desaparecen por arte de magia, pero que pueden convivir bajo una causa común. Que no hace falta pensar igual para empujar en la misma dirección. Que el liderazgo no se ejerce desde el discurso efectista, pero vació de contenido, sino desde el ejemplo.

Quizás por eso el fútbol sigue siendo nuestro refugio emocional. No porque ignore la realidad, sino porque nos muestra una versión posible de nosotros mismos. Una en la que las diferencias existen, pero no impiden el abrazo. Una en la que el conflicto no anula el proyecto. Una en la que el talento se pone al servicio del equipo.

La pregunta, tres años después, no es por qué seguimos necesitando al fútbol para unirnos. La pregunta es qué nos falta para que esa lógica se expanda más allá de la cancha.

Mientras tanto, seguimos mirando a la Selección. No para olvidar lo que duele, sino para recordar que, aun heridos, somos capaces de ilusionarnos juntos. Y en un país como el nuestro, esa no es una virtud menor.