¡¡Irse del país!! Muy duro… Es como una puerta pintada en una piedra, donde te das de cabeza una y otra vez… Y rumiando la decisión, vuelves a tomar impulso y ¡paf! vano intento. Así andaba con cara de aparecido por los lugares más insólitos, bebiendo hasta las últimas consecuencias.
Me di cuenta más que nunca que el hombre es un ser lleno de límites por todas partes y metido en un callejón sin salida, que equivale a un laberinto. ¿Y cuál era la mejor manera de salir de él? ¡Salir por arriba! Como no soy Spiderman, tomé un avión. ¿Era endeble para huir de la realidad (primera condición de los que quieren huir de si mismos o de un país)? ¿O fuerte para afrontar lo imprevisible? Ni lo uno ni lo otro. Ocurrió ¡y ya está! Son circunstancias (todo en la vida son circunstancias) que se fueron dando. Lo mismo se plantea con los suicidas: jamás habrá consenso unívoco acerca de si son cobardes o valientes.
Es el eterno problema de los religiosos que ven en el acto de quitarse la vida la mano del diablo, pues solo Dios puede hacerlo. A la gente le place dramatizar y no se trata de ponerse medallas o patente de héroe por tomarte un avión y piantarte del país, ni tampoco ser censurado por no “afrontar” su descomposición. Los que se quedan actúan como si fueran la resistencia que se enfrenta a las dictaduras, porque quieren desmesuradamente a su país. Mentira: si les regalan un billete harían colas en Aerolíneas Argentinas para fugarse. Ya en los años sesenta se produjo “la fuga de cerebros”, lamentada en todo el país. ¿Para qué se iban a quedar? ¿Qué les espera a los que se quedan? El solución de Favaloro: cerebros que se disparan un tiro en el corazón.
Lo sagrado pasó a ser despreciable: mi nacimiento, mis raíces… ¡Todo a la mierda! Tarde descubrí que las mejores raíces eran las de las patatas, que no son alimentos transgénicos. Era mucho mejor prestar atención a los tiernos brotes que dan el ansia de renovarse. Hasta que un día pegué una puteada. Cinco Toros (botellas de vino) catapultaron mi decisión y aprovechando una subida de glucosa, decidí irme, no sin antes dar un patadón a las circunstancias, que me agobiaban, haciendo caso omiso de aquello de “El hombre y sus circunstancias”. Yo por un lado y ellas por otro, se quedaban en Córdoba. Esa determinación debo agradecerla también a los vinos, que me instalaban en la quimera. Así como la idea más brillante se rinde a los intereses, lo que uno propone tiene algo que se le antepone. Al final, el resultado es lo que te va saliendo. ¡Y a mamarla! como hizo la Mónica en la Casa Blanca. Comprobé una vez más que los tímidos como yo sobreactúan al irse dejando la sensación de ser únicos. La verdad son las máscaras que nos ponemos en momentos decisivos y al fin me salvé raspando, como la mayoría de los ginecólogos.
“Huir de la realidad”, como dijo el famoso delincuente argentino Villariño, apodado el Rey de las fugas, tipo que siempre me cayó bien. Tenía que buscar y sentar raíces, pero de mi futuro, que ya conocía bastante de donde venía, pero también iba conociendo los lugares a donde no se ha de volver. No era yo sino un producto de confusa emergencia: era el él, el esto y el aquello. No sabía tampoco el rumbo a tomar, pero sí que llegaría antes que muchos que me cagaron. Y lo mejor es lo que te va a pasar sin que lo sepas de antemano, porque, como decía Dante Panzeri, cuando se sabe lo que va a pasar es que no pasa absolutamente nada. Menos mal que soy lo suficientemente loco para saber que todos los locos, si no están estrellados, tienen una estrella en lo alto de sus predestinaciones; la mía era satisfacer gigantescas aberraciones, que los demás no se atrevían a emprender. Cualquier consejo sucio o insensato lo adoptaba como el bien más preciado. Llevaba en una mano un gran sufrimiento y en la otra una gran esperanza; y entre los huevos una gran determinación. Y un gran botín, amontonado en unas pocas palabras, el legado de un acróstico de ese irrepetible poeta, compañero mío de la radio, que fue Don Néstor César Míguez:
Con todo, me iba pacíficamente. Era una despedida sin asco de mi patria gracias a las tres personas que me dieron el "adiós", apretando mis manos con toda su calidez; eran para mi, en ese instante, la Argentina.
Por ellos podía haber cambiado de actitud. Después de abrazarlos, chapé el bolso, me di vuelta para ir al avión y me reí… ¡Claro! Estaba vivo, tenía treinta ocho años y me repetía el cliché de uso personal para momentos cruciales que ayuda a que uno no se sienta mal: “He sido trabajador, mucho, siete trabajos tuve, y he ganado menos de lo que creo merecer, no fui un aprovechado, un poco travieso sí, pero no malo, y hago bien en irme”, que antes que andar a los pedos mejor es cagarse.
No estaba frente a ningún pelotón de fusilamiento. Se aprende mucho cuando uno se queda solo con eso de reír y llorar casi simultáneamente, que es lo mismo que fingir valentía en tanto se te estruja el culo. A ciencia cierta, no se puede precisar con exactitud sobre qué es más fácil; para los cómicos (porque es su negocio) hacer reír es lo más difícil, para mí no, se puede comprobar en cualquier reunión de amigos que ante cualquier tontería, chiste verde o barato se convierte todo en un solo carcajeo; la risa fluye fácil en todo clima masificado: teatro, mítin.., del motivo más frívolo se cagan de risa; ahora si, es difícil ver a un hombre reír por la calle solo, pensaríamos que está loco, salvo en el caso de que alguno tropiece con una baldosa floja, ahí si se desternillan de risa contenida.
En cambio llorar... tiene que ser por algo muy importante, no es fácil llorar...se llora la muerte de un ser querido, una ausencia que te provoca un vacío... Como mi yerno, el Diego, a quien la noche de su casamiento le preguntaron porqué estaba tan contento, “es que la Vivi me devolvió las ganas de reír”, dijo con los ojos mojados de emoción.
Por eso es común encontrar gente con lágrimas en los ojos, caminando sola, como yo aquella madrugada que me fui de mi país. Media vida llevaba en las valijas. ¡Nunca creí que se pudiera cargar tanto! Menos mal que no se facturan los recuerdos: ¡son muchos! Sueños que irán por encima de las nubes. Y muchas cosas feas que me perjudicaron, también las llevaba conmigo, pero a jugar a otro terreno. Ahí, por lo menos, no tendría influencias en contra mía y el partido sería más parejo. A tal punto fue más parejo que muchos colegas se fueron por detrás mío, olfateando el camino que yo abría. Y me decía: “Juro que nunca me olvidaré de los sitios donde fui pobre y feliz”. No me sentía fracasado, porque ya no tenía ideales. No daba más. Me desmoroné, solito, como los gobiernos radicales.
Iba dispuesto a echar raíces, al menos en la boca de los demás. El instinto y mi falta de versatilidad me llevarían de nuevo a lo horrendo de las muelas… No buscaba nada, vivía normalito, sólo apelaba a maniobras de salvataje. Fracasa quien intenta el éxito (que nunca supe en qué consiste). No era tan idiota como para tener planes, que eso lo aprendí del fútbol, ni tenía el consuelo de amasar mucho dinero, ni tampoco era un genio para que me importara un ápice el dinero, o un aventurero para tener osadía y seguridad de tal. Sólo fui empleado-dentista y únicamente me sostenía el asco hacia mi país, el amor a mis hijos y a tres o cuatro personas (menos que más). Era uno de tantos similar a muchos resentidos… Había aprendido a aceptar y no a esperar. No debía nada a nadie, pero, pensándolo bien (me consolaba) sólo hay una vida para purgar las deudas y si los acreedores se van muriendo, mejor.
Madrugada... Frío de narices... No sabía bien si amanecía o estaba anocheciendo. No sentía dolor, ni nada… “¿Y mis hijos? ¿Ya se habrán despertado?” Aún los veo que llegan corriendo de la escuela con los brazos abiertos a prenderse de mí... Ahora comprendía la importancia de hablar todas las noches con ellos, aunque fueran dos palabras antes de dormir.
Ya era muy tarde para componer cosas... No podía darle vuelta a la idea de un papá normal. Había pasado a ser un papá extraño, antojadizo, hasta convertirme en ese señor odioso que viene a chantajearnos los domingos por la mañana con el circo y los chupetines de caramelo.
Parece que fue ayer... y han pasado ya cuarenta y no se cuantos años desde aquel frío 30 de julio de 1978 en que partí desde el aeropuerto de Pajas Blancas para irme a Barcelona. En mayor o menor medida, pertenezco a la legión de argentinos que hemos abandonado las cosas que nos gustan por las que nos convienen. Por eso, muchos sólo "residen" aquí, que es diferente a "vivir" aquí, a pesar del largo tiempo transcurrido y haber obtenido la doble nacionalidad. Es por esa palabra cruel tan mentada y vapuleada, DESARRAIGO...
DESARRAIGO
... Es como tener de todo, pero siempre notas que te falta algo, cuando recomponiendo los fragmentos de un naufragio te aprestas a inaugurar otro rompecabezas.
…Es preguntar por un viejo amigo y enterarse que se ha muerto.
...Es ser lo que se puede, intentando no cambiar lo esencial de la persona, porque es uno el que tiene que adaptarse al medio, y no a la inversa, aprendiendo a hacer lo que necesitan los demás, aunque no te guste.
...Es cuando te cuesta distinguir desde lo alto de un Jumbo cuál es tu tierra verdadera, y resignarte a que la vieja Europa es tu mundo nuevo, comprobando cómo a tu encantado universo de niño se le pudren las raíces por culpa de los bolsillos.
...Es inventar una rosa al otro lado del Charco, ver las cosas distantes como si estuvieran cerca, y querer a otro cielo que no es el tuyo. Tarea muy ardua, pues el inmigrante es un ave que viaja con su propia jaula y le suena siempre en renovada y cíclica cantinela el deseo de marcharse... o quedarse para siempre. Es como querer recuperar la vida anterior y al mismo tiempo desprenderse de ella, yendovolviendo o volviéndoseair...
Emigrantes de parábolas guiadas...
Igual que las golondrinas que van, que vienen…
Dejando siempre frío un nido de un lado del Atlántico para calentar el otro, ansia agridulce de estar y no estar.
Sensación de dolor y alegría de reencuentro y partida guiada por un 747...
¡Pasa tan rápida la vida...!
No es que mi ex-mujer todavía tenga restos de arroz en el pelo de cuando nos casamos en el 69,
pero, de verdad, pasa vertiginosa.
Es como una locomotora en marcha de la cual es difícil apearse, que se come los campos y postes de teléfono... y los costados de los caminos, los árboles y nuestras vidas.
¡Qué pena perderse el gran prodigio de ver cómo crece una flor! Ella se casó otra vez y tiene una preciosa nena.
¡Son casi cuarenta años…!
De cuando el hombre pisó la luna,
aunque se rumorea que a la luna la inventaron dos tímidos que no sabían dónde encontrarse...
Jose Ademan Rodriguez. '83