EDITORIAL Heretz NIVEL 16/02/2023

QQue se pierdan mil gobiernos, pero que no se pierdan los principios

En una habitación pequeña, amueblada con sobriedad, sobre cuya sencilla cama pende en la cabecera un gran retrato de la Virgen, agoniza Hipólito Yrigoyen. Sólo lo rodean unos pocos familiares en aquel mediodía del 3 de Julio. A un costado, sobre una mesa de luz, brilla en la penumbra un crucifijo de plata. Afuera, en la calle Sarmiento, una multitud que se renueva constantemente, aguarda novedades. La entrada y salida de personalidades políticas desde la noche anterior ha coincidido con noticias sobre el estado del ilustre paciente, que magnifica el comentario popular.

Sobre el filo de las 13, sollozos entrecortados imponen una tregua expectante. Poco después, con la cabeza descubierta, algunos ciudadanos entonan el Himno Nacional. En el umbral de la puerta, una anciana enciende velas a una estampa. Ha muerto el ciudadano que por dos veces ocupara el sitial de Rivadavia. Ese mismo día aparece el decreto de honores. A las 20, el doctor Izzo llega con el certificado de defunción. Tras una breve consulta con los familiares, se resuelve embalsamar el cadáver. Una vez cumplida la tarea, se lo viste con el sayal de los padres dominicos y es colocado en un ataúd semicubierto por la bandera nacional. Anochece. La ciudad parece un remanso de silencio. Contraste tremendo con los tumultuosos días de Septiembre de 1930. ¿Es éste el mismo pueblo de entonces? Ayer apostrofoba; hoy reverencia....Imposible organizar el paso por la capilla ardiente. Es muy angosta la calle, muy pequeña la casa. Y son decenas de millares que afluyen de todos los barrios. Gente del pueblo, sencilla. Encumbrados dirigentes. Y mujeres y niños con sus lágrimas.

El 6 de Julio se realizaron las exequias. En la capilla ardiente se rezan responsos y a las 10 se hace necesario clausurar la entrada para que Fray Álvaro y Álvarez pudiere oficiar una misa de cuerpo presente. Recién pasada las 12, se puso en marcha el cortejo. Imposible describirlo en su imponencia, como no sea recurriendo a las palabras de Belisario Roldán: “VA a haber que ensanchar las calles porque va a salir el pueblo”.Ni un espacio libre en las aceras y calzadas. Balcones colmados sobre la diagonal Saénz Peña, decían también de la elocuencia del homenaje de Buenos Aires al caudillo que durante medio siglo influyó en el rumbo de la historia cívica nacional.

Los tramos entre Suipacha, Tacuarí y Avenida de Mayo, cuyos comercios aparecían cerrados, llevaron más de un hora. Desde lo alto comenzaron a caer flores, hasta convertirse en una lluvia multicolor. Cuando la cabeza de la columna llegó al Congreso, todavía se seguía incorporando gente al cortejo en el punto de partida. Cuadras y cuadras de multitudes jamás vistas hasta entonces.

El féretro era llevado a pulso. Inmediatamente detrás, seguían 15.000 mujeres entre flores y banderas. Al enfilar la Avenida Callao, el ataúd parecía navegar en un mar de cabezas. Casi cuatro horas después de iniciada la marcha, a las 15.55, llegaba a La Recoleta. Y por unos momentos, se aquietó la marejada humana para escuchar la palabra de los que iban a expresar el sentir de la ciudadanía. El primero en hablar fue Alvear: “No puedo callar mi emoción al ver partir para siempre al amigo que en cuarenta años aprendí a querer y admirar. Como la cordillera Andina que destaca su cumbre en la vasta extensión del continente, Hipólito Yrigoyen es una cumbre inaccesible a las mezquindades que pretendan empañar su memoria, incorporada al panteón de nuestros próceres”. Otras voces se sumaron luego. “Amó la patria -afirmó Antille- no en símbolos ni abstracciones, sino en la carne sufrida del pueblo. Era amigo de la paz continental, asceta en la vida, rústico en el ensueño y el secreto de su popularidad fue un sentimiento de amor. Mucha agua ha de pasar bajo los puentes antes de que aparezca un varón de su estirpe”. Se estaba allí haciendo su biografía.

Era alta la tarde cuando finalizó la ceremonia, coincidiendo con la caída del sol. Lentamente la multitud se disgregó, en retorno a sus hogares. Algunos grupos marcharon hacia el centro, al frente las banderas enlutadas entonando a media voz las estrofas del Himno Nacional. Las gentes en las aceras se descubrían respetuosas. Las luces del alumbrado anunciaron el fin del día, cuyo resplandor iluminó a todo un pueblo reverente, en su saludo final al viejo caudillo.

La vida de Hipólito Yrigoyen estuvo llena de certezas y, aún hoy, cargada de misterios. Fue abogado, comisario, profesor y político. Conspirador y revolucionario. Y dos veces Presidente de la Nación a través del voto popular, por la vía del sufragio, a favor del cual luchó toda su vida. Yrigoyen pensaba que el voto legitima, solidariza y era la herramienta que colocaba a todos los ciudadanos en un pie de igualdad.

Su primera presidencia abarcó el período de 1916 a 1922, y luego fue nuevamente elegido para cubrir el mandato 1928 – 1934, interrumpido por el golpe militar del 6 de Septiembre de 1930, que inauguró cinco décadas de inestabilidad institucional en la Argentina.

Conoció la soledad de Martín García, donde lo encerraron sus enemigos, que con Yrigoyen inauguraron una isla como cárcel para los presidentes argentinos depuestos. Fue, la de Yrigoyen, una vida de contrastes.

Nació en un hogar humilde y, no obstante, se codeó con la élite de la Argentina, pero no dejó de ser un caudillo que llegaba sin altisonancia a todos los sectores. Se había formado al lado de su tío, Leandro N. Alem. Pero sus influencias intelectuales provenían de Federico Krause, un filósofo alemán sostenedor del “idealismo kantiano”.

Las crónicas históricas no recogen un sólo discurso en plazas públicas, y su característica personal de hombre reservado lo convirtió en “El Peludo” para el lenguaje común y en “El Vidente” para sus adversarios, por su capacidad de anticiparse a los acontecimientos.

Pero nada le quitó la popularidad. Por esa curiosa ley de atracción de los contrarios, la gran ciudad sobrada de gente, preocupada por hablar en extenso de sí misma, resultó conquistada por este hombre silencioso.

Había donado su sueldo de Presidente a la Sociedad de Beneficencia, y seguía alojándose en su pobre casa vecinal de siempre, vestida con el moblaje ascético de antes. Sin embargo también acaudalaba dinero como productor agropecuario: arrendaba y vendía campos para permitirse solventar revoluciones y solidaridades.

La firma decisión de Roque Saénz Peña, que auspició desde el poder el cambio de la legislación electoral y así habilitó comicios imparciales, permitió que el radicalismo triunfara en sucesivas elecciones.

Yrigoyen alcanzó por primera vez, en 1916, la Presidencia, aunque su partido debió insistir para que aceptara la candidatura. Cuando una disidencia partidaria en Santa Fe hizo peligrar la mayoría necesaria de electores, se negó a cualquier negociación con el grupo discrepante, y éste fue quien espontáneamente decidió rectificarse.

Sus seguidores le advirtieron que, sin los electores de Santa Fe, la primera magistratura corría peligro. “Que se pierdan mil gobiernos, pero que no se pierdan los principios”, les dijo Yrigoyen.

En el gobierno, el flamante Presidente introdujo prácticas novedosas. En General, los ministros no fueron elegidos entre los hombres de mayor fuste intelectual con que contaba el partido radical, y largos y cotidianos acuerdos de gabinete mostraron, sin disimulo, la vigilante influencia de Yrigoyen en todas las resoluciones del Poder Ejecutivo. Estaba claro que gobernaría con estilo personalista y concentrado. No se preocupó de que los ministros contestaran, personalmente, según era tradicional, las interpelaciones parlamentarias, si no que éstas se satisfacían mediante comunicaciones escritas. Para las carteras militares designó civiles, y no jefes de las Fuerzas Armadas.

La clase media, tan típica expresión de la dinámica social traída por los inmigrantes, penetró en la administración nacional y en el Poder Judicial, y conquistó buena parte del profesorado universitario.

Yrigoyen acentuó el carácter argentino y americano del país. Ante la guerra europea iniciada en 1914, sostuvo la neutralidad ya proclamada por el Presidente De La Plaza y se opuso a los deseos “rupturistas” del Congreso, que votó a favor de la incorporación al bando aliado.

Pero fue una vez terminada la contienda, y en el propio escenario de la Sociedad de las Naciones, cuando mostró su resolución de que Argentina contribuyera a superar la violencia, y la paz se asentara, rehusándose a discriminar entre vencedores, neutrales y vencidos. Como ese criterio fue rechazado, no dudó en ordenar el retiro de la delegación enviada.

En las universidades, aceptó la renovación de los planes de estudio y de sus sistemas de gobierno, reclamos formulados por los estudiantes del llamado “movimiento reformista”. Su trascendencia quedó documentada en la frase inicial del “Manifiesto Liminar”: “.....estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana”.

Desde el punto de vista económico, la Argentina de 1900 se sostenía con la renta de un modelo agro – ganadero concentrado. Yrigoyen nacionalizó la exportación petrolera e impulsó la primera fase de la industria de los hidrocarburos.

La primera presidencia correspondió con una época en las cuales las conmociones sociales, tras concluir en 1918 la guerra europea, se expresaban en el mundo capitalista con protestas radicalizadas. La “Semana Trágica” y la represión en la Patagonia entre 1919 y 1921 fueron episodios de muerte y violencia que no están exentos de su responsabilidad.

Sus dos presidencias coincidieron con épocas de crisis. El primer mandato transcurrió con el desarrollo pleno de la guerra en Europa; el segundo, con los comienzos de lo que en Estados Unidos se conoció como la “Gran Depresión” económica.

Del exterior, provenían también ideologías nuevas, antiliberales y formas de gobierno que entusiasmaban sectores intelectuales, eclesiásticos y militares de la Argentina: Charles Maurras y Benito Mussolini eran sus exponentes más admirados. Habían conjugado orden, control ante el avance obrero, freno del comunismo y crecimiento en el terreno económico. Estas ideologías pronto tendrían sus difusores en el país.

Sus detractores, quienes derrocaron a Yrigoyen, creyeron que habían triunfado y se habían ganado un lugar en la historia de la República. Jamás visualizaron, porque en definitiva tampoco les importaba, el grave daño que habían infringido a las instituciones argentinas.

En estos tiempos, en donde las virtudes morales, tanto políticas como sociales, cotizan tan bajo, y con el triste ejemplo de los nefastos años de modelo Nac & Pop, cobran verdadera dimensión las palabras de Don Hipólito Yrigoyen: “Cuando la vida se funde en una aspiración suprema de justicia, de derecho, de honor y de verdad, hacia los cuales nos lleva los impulsos generosos de nuestra propia alma, no solo debemos resguardarnos de todo aquello que pudiera desvirtuarnos y empequeñecernos, sino que debemos transformarnos en apóstoles incorruptibles de tan nobles aspiraciones”.