OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN

Fin de año cuesta arriba: cuando la urgencia choca con la realidad

Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

El Gobierno imaginaba un cierre de año mucho más prolijo, casi celebratorio, después del espaldarazo electoral de octubre que parecía clausurar un 2025 áspero, lleno de sobresaltos y pruebas de resistencia. Sin embargo, en apenas unos días, ese escenario se volvió más complejo, más caro y bastante menos controlable de lo que sugerían los planes oficiales. No se trata de un derrumbe, pero sí de una sucesión de tropiezos que obligan a recalcular tiempos, costos y estilos.

Lo paradójico es que, aun en este contexto, el oficialismo sigue estando en condiciones de alcanzar objetivos que hasta hace tres meses parecían inalcanzables. El problema es el precio. La obstinación puede ser virtud en política, pero también puede transformarse en un lastre cuando se confunde determinación con tozudez. Lo ocurrido con el Presupuesto 2026 en Diputados y la postergación del tratamiento de la reforma laboral en el Senado abrieron más preguntas que certezas y encendieron luces amarillas en la cima del poder.

La aprobación del proyecto de inocencia fiscal, que busca atraer los dólares fuera del sistema hacia la economía real, funcionó como un analgésico oportuno. Calmó mercados, alivió ánimos y ayudó a disimular, al menos por un rato, los pases de factura internos que se multiplicaron tras los resbalones parlamentarios. No alcanzó, sin embargo, para suturar del todo una interna que sigue viva y que obliga a quienes orbitan en el centro del poder a ejercer de equilibristas permanentes.

Eso quedó expuesto en una reunión reciente en la Casa Rosada, donde confluyeron las principales figuras del oficialismo. Allí se volvió a confirmar que la cúpula libertaria sigue atravesada por tensiones no resueltas, viejos recelos y disputas de poder que resurgen cada vez que algún plan no sale como estaba previsto. La imposibilidad de cumplir deseos maximalistas del Presidente reabre heridas, reactiva enconos y desgasta una conducción que todavía no termina de aceitar su funcionamiento interno.

La postergación de la reforma laboral fue, en ese sentido, un golpe simbólico fuerte. No tanto por el retraso en sí mismo, sino porque obligó a admitir lo que el oficialismo prefería negar: el texto deberá negociarse y cambiar. La imagen de quienes empujaban un tratamiento exprés quedó desdibujada frente a la evidencia de que el Congreso no responde a órdenes ni a urgencias unilaterales. El decisionismo chocó con la aritmética parlamentaria y con el clima político.

Ese traspié no puede leerse aislado. Coincidió con una movilización sindical que, aun sin ser masiva ni épica, funcionó como recordatorio de que el conflicto social sigue latente. No era el mejor día para forzar votaciones sensibles. También se combinó con el sabor amargo que dejó el tratamiento del Presupuesto en Diputados, donde el resultado fue más ajustado y más incómodo de lo que esperaba el Gobierno.

Allí se concentró una de las derrotas más costosas: no haber logrado derogar las leyes de financiamiento universitario y de emergencia en discapacidad. El ruido interno que generó ese revés habla tanto de errores de cálculo como de una obstinación que empieza a tener costos políticos. La insistencia en atacar esos gastos, ya ratificados por el Congreso, puso en discusión no solo la razonabilidad fiscal, sino también la sensibilidad social del oficialismo.

Para compensar, el Gobierno volvió a apelar a un recurso conocido: mostrar la manta corta. Menos impuestos, menos aportes previsionales, equilibrio fiscal y crecimiento, frente a demandas de sectores vulnerables. Es un encuadre que la oposición aprovecha con facilidad: estudiantes, docentes, jubilados y personas con discapacidad frente a empresarios y sectores más favorecidos. No es una caricatura, pero funciona como imagen potente en el debate público.

El capítulo de los gobernadores agregó otra capa de complejidad. Para asegurar quórum y votos, el Ejecutivo distribuyó en pocas semanas una cifra significativa en Aportes del Tesoro Nacional. El intento de presentar esos fondos como una ayuda inevitable para pagar aguinaldos no logró disipar la sospecha de que se trató de un lubricante político. El volumen y la concentración temporal de esas transferencias hacen difícil sostener lo contrario.

Hacia afuera, la narrativa oficial se refugia en los mercados. Suben bonos y acciones, se destaca la media sanción del Presupuesto después de tres años y se insiste en que el rumbo no está en discusión. Es un argumento atendible, pero incompleto. Porque la política no se agota en las pantallas financieras y porque, más temprano que tarde, el Presupuesto volverá a Diputados si el Senado introduce cambios, como todo indica que ocurrirá.

Del otro lado, la CGT se permitió un pequeño festejo. La postergación de la reforma laboral y una movilización sin incidentes le dieron aire a una conducción que busca mostrarse renovada. No es un triunfo estratégico, pero sí un alivio táctico. Los gremios saben que difícilmente puedan frenar la reforma; su apuesta pasa por moderarla, proteger sus cajas y conservar poder.

La pregunta de fondo no es si el Gobierno logrará aprobar sus reformas, sino cómo y a qué costo. Las últimas 48 horas dejaron una lección incómoda: algunas urgencias no se imponen, se construyen. Y algunos caprichos, cuando no se revisan a tiempo, no solo encarecen el camino, sino que lo vuelven innecesariamente más largo.