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¿Qué pasó realmente con el hijo de Carlos Menem?

El 15 de marzo de 1995, el hijo del entonces presidente, Carlos Menem, murió al costado de una ruta argentina cuando se estrelló el helicóptero que piloteaba

OPINIÓN 18/03/2020 Hugo Alconada Mon*
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El 15 de marzo de 1995, el hijo del entonces presidente, Carlos Menem, murió al costado de una ruta argentina cuando se estrelló el helicóptero que piloteaba. La justicia del país pronto concluyó que se trató de un accidente causado por la conducción temeraria del muchacho. Pero veinticinco años después, su madre aún sostiene que se trató de un atentado. Y muchos comparten sus sospechas: descreer de las conclusiones de la investigación judicial es algo usual en la Argentina.

Desde hace décadas, muchos jueces y fiscales argentinos son vistos como venales, cómplices del poder de turno. En particular aquellos que deben investigar casos sensibles —como las muertes del fiscal Alberto Nisman o del hijo de Menem— o actos groseros de corrupción que terminan impunes, con sus protagonistas libres, ante la mirada sorprendida, luego asqueada y, por último, resignada de la sociedad.

Ahora, el flamante presidente Alberto Fernández promete reformar este vals de la vergüenza. Lo anunció al asumir el poder, el 10 de diciembre, y lo reafirmó al inaugurar las sesiones legislativas, el 1 de este mes.

Entre aplausos de diputados y senadores, Fernández anticipó que impulsará un “reordenamiento de la justicia federal” para evitar que manipulen los expedientes “en función de los tiempos políticos” y terminar con “la arbitrariedad” de muchas detenciones y la “discrecionalidad judicial”.

 
Sus palabras, sin duda, apuntan en la dirección correcta. La pregunta es cómo será la letra chica de su anuncio, eclipsado ahora por el azote del coronavirus. A pesar de la pandemia, Fernández debe hacer lo correcto: reformar un Poder Judicial que ha sido servil desde hace muchos años y sin credibilidad a los tribunales argentinos.

 
Transcurridos cien días desde que Fernández ingresó a la Casa Rosada, los cruciales detalles de la reforma siguen en manos de un círculo muy pequeño y cerrado de asesores, y apenas se conocen algunos trazos genéricos del eventual plan de acción.

 
Por ejemplo, se ha revelado que elevaría de doce a cincuenta el número de juzgados federales de Comodoro Py a cargo de investigar en Buenos Aires los delitos cometidos por los funcionarios nacionales. También, que le otorgaría más facultades y herramientas a los fiscales para que ellos sean los que investiguen, dejando a los jueces en un rol más pasivo que el actual (ahora, para bien o para mal, pueden hacer y deshacer con mucha libertad los expedientes sensibles). Con la reforma, jueces como el fallecido Claudio Bonadio ya no podrían avanzar como lo hizo en la “causa de los cuadernos”, pero potenciaría a fiscales como Carlos Rívolo cuya investigación inicial terminó llevando a la cárcel al exvicepresidente Amado Boudou. O como José María Campagnoli, cuya pesquisa preliminar también puso contra las cuerdas al presunto testaferro de la familia Kirchner, Lázaro Báez, quien hoy, detenido, afronta un juicio oral.

Pero a partir de esos trazos, las preguntas se amontonan. ¿Cómo se seleccionará a los jueces de la reforma? ¿Nombrarán también una cantidad acorde de fiscales? ¿Qué pasará con los expedientes ya en trámite en los juzgados que cambiarán de funciones? Por ahora son preguntas sin respuesta, pero que conforman la letra chica que llevarán a una reforma excelente. O a una lamentable. Porque si el método de selección de los jueces genera que el poder político elija a sus “amigos”, estaremos ante más de lo mismo, ¡pero potenciado por cincuenta!

Por eso, un eje insoslayable de una verdadera reforma judicial debe pasar por la corrección de los vicios del Consejo de la Magistratura, el órgano encargado de seleccionar jueces dignos y honestos y removerlos si incurren en mala conducta.
 
“Que empiecen por despolitizar el Consejo de la Magistratura y a partir de ahí se puede hacer algo serio”, planteó el propio Carlos Rívolo. “Concentrarse en Comodoro Py es errar el tiro. Ya lo erró Carlos Menem, cuando pasó de seis jueces federales a doce. ¿Ahora tendrán 50? ¿Qué harán cuando el 47 haga algo que no les guste?”.

Las respuestas concretas que ofrezca Alberto Fernández a estas preguntas podrían, a su vez, chocar con los intereses de múltiples factores de poder. Entre ellos, los de muchos jueces que se benefician con el régimen imperante, ya que negocian impunidad por ascensos, nombramientos de familiares en el Estado o, más crudo, por dinero. También, los de su jefa política y hoy vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner —quien arrastra una decena de acusaciones criminales, algunas ya en instancia de juicio oral—, y los intereses de la hoy oposición que, mientras Mauricio Macri ocupó la Casa Rosada, boicotearon investigaciones contra algunos de los magistrados más controvertidos de las últimas décadas a cambio de que no los investigaran.

La reforma en ciernes podría alimentar las esperanzas de contar con un Poder Judicial sano, independiente, eficiente y creíble. O reforzará las suspicacias de los argentinos que, una y otra vez, siguen sin saber si al fiscal Nisman lo mataron o se suicidó o si el hijo del presidente Menem se estrelló en su helicóptero por imprudencia o fue el tercer atentado de los noventa tras los ataques a la embajada de Israel y la sede de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA).

Para que esas dudas tengan respuestas creíbles, Alberto Fernández debe encarar una reforma ambiciosa, que vaya más allá de los tribunales de Comodoro Py, corrija las deformaciones del Consejo de la Magistratura y regenere el círculo virtuoso de un Poder Judicial manoseado desde hace décadas.

El momento inusitado que vivimos, mientras el coronavirus se propaga y la emergencia de salud aumenta, no debe hacer que esta promesa de su gobierno quede en la nada. La credibilidad de la justicia argentina está en juego.

*Para The New York Times

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