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Las ratas son peligrosas cuando roen al sistema republicano

OPINIÓN 21/02/2024 Félix V. Lonigro*
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Los Estados son organizaciones políticas cuyo objetivo es lograr el bienestar general, el orden y la pacífica convivencia entre los habitantes. En las primeras clases de cualquier curso de educación cívica o de derecho constitucional, se enseña que uno de los elementos de esos “Estados”, es el “poder político”, es decir, la capacidad que tienen los gobernantes de tomar decisiones y de imponerlas a los gobernados a través de la “fuerza pública”.

Esto significa que el ejercicio del “poder” es indispensable para lograr que el fin del Estado se concrete y no permanezca como un enunciado teórico.

El problema es que, tal como lo señalaba en el siglo XIX el historiador y político inglés, John Emerich Acton (el Lord Acton), “así como el poder tiende a corromper, el poder absoluto tiende a corromper absolutamente”. De modo tal que, si el poder corrompe, pero al mismo tiempo su ejercicio por los gobernantes es indispensable para imponer el orden y el bienestar general, la única solución es limitarlo, porque la limitación al ejercicio del poder, en definitiva, evita que quien lo ejerce termine corrompiéndose y convirtiéndose en un déspota.

Los emperadores romanos durante la Edad Media, y los monarcas que gobernaron durante la Edad Moderna, son la muestra más cabal de lo pernicioso que es el ejercicio del poder político sin límites, surgiendo así la necesidad de, por un lado, dividir o repartir el ejercicio del mismo en diferentes órganos (Ejecutivo, Legislativo y Judicial, que sirvan como contrapeso a las tendencias hegemónicas de los “autócratas”), y por otro, de organizar la división de competencias y potestades al amparo de una Ley Fundamental o Constitución, a la que los gobernantes de las tres ramas o “poderes” deban ajustar su accionar.

Así fue que, de la mano de Montesquieu, nació, hacia mediados del siglo XVIII, la emblemática “Teoría de la División de Poderes”, y hacia fines de ese mismo siglo, el “Constitucionalismo Clásico”.

En definitiva, el “poder” es como un antibiótico. Del mismo modo que éste es bueno y positivo en la medida que se lo consuma dentro de las prescripciones médicas que determinen cantidad de unidades y tiempo de consumo; el poder también lo es en la medida que su ejercicio se ejerza dentro de los límites de tiempo y contenido que marca una Constitución o Ley Suprema.

El presidente Milei fue elegido para ser primer mandatario; pero no deja de demostrar, con hechos y palabras, que desprecia profundamente el esquema de límites republicanos que le marca la organización constitucional, la que le indica que no está facultado para hacer absolutamente lo que quiere y como quiere, sino que existe un órgano denominado Congreso, que también gobierna, en el que está representado el cien por ciento de la voluntad popular, y al que la Constitución Nacional le ha asignado una gran cantidad de potestades que el presidente no puede ejercer sino cuando concurran una serie de excepcionales y determinadas condiciones.

Lo ha demostrado al asumir el mando, cuando en un acto de “verdadera” provocación institucional, dio la espalda a la Asamblea Legislativa ante la cual había jurado, dirigiéndose directamente a la gente. Ese “acto de populismo” recordó la perversa estrategia de Cristina Fernández, aunque respecto de la prensa, a la que daba la espalda, hablándole directamente a la “gente” en eternas “cadenas nacionales”.

El Presidente también ha mostrado un desprecio profundo por el Congreso, al enviarle un inédito DNU con más de trescientos artículos, de las más variadas disciplinas, para que los legisladores ratifiquen o rechacen en un solo acto. Lo mismo hizo con un proyecto de ley de similares características, pero mucho más extenso, con la intención que el Congreso lo votara en conjunto, en el exiguo plazo de un mes de sesiones extraordinarias.

El sano espectáculo del funcionamiento institucional hizo que el Congreso pusiera un límite a semejante atropello, lo cual llevó al Presidente a descalificar a sus integrantes, a los que llamó “traidores”, y a los que ahora, en un ataque de renovada intemperancia, descalifica con el término de “ratas”.

Que muchos legisladores no estén a la altura de las circunstancias no es obra y gracia de una naturaleza perversa que se complota contra nuestro país, sino que es el reflejo de la calidad de los electores. Y si La Libertad Avanza tiene apenas un puñado de legisladores en el Congreso, es porque el 22 de octubre, en primera vuelta, a Milei no le ha ido de maravillas.

Tal como señalé, el ejercicio del poder, en un Estado de Derecho, requiere límites institucionales, pero también condiciones personales: serenidad, paciencia y templanza.

Al respecto, el célebre jurista uruguayo, Eduardo Coutoure, decía sabiamente que “el tiempo se venga de las cosas que se hacen sin su colaboración”. Pues para lograr seguridad jurídica en el país, los cambios, necesarios por cierto, no solo deben ser ejecutados con tiempo, esfuerzo, y sin la impronta de los personajes intempestivos que se pelean hasta con su propia sombra, sino también en el marco del pleno y cabal funcionamiento de las instituciones, a las que, en todo caso, para evitar que se llenen de “ratas”, es necesario depurar y “desinfectar” con el sufragio, con cultura cívica, y con el respeto por la independencia de los tres órganos de gobierno.

Es por ello que, si de “ratas” habla el presidente, resulta imprescindible identificarlas. En el mundo de la biología están las denominadas “Dumbo”, las “Manx”, las “Peladas”, las “Rex” y las “Comunes”; pero en el ámbito de la política y de las instituciones, están las nefastas que corroen los recursos públicos, tal como ocurrió con “las K”, y también hay que tener cuidado con las que insistentemente roen y corroen al sistema republicano de gobierno.

 

 

* Para www.infobae.com

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