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Otro Pacto de Olivos con una cláusula inviable: frenar la condena de Cristina

OPINIÓN 15/09/2022 Fernando González*
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“Siempre hay que desconfiar de los que tienen posiciones extremas porque son los primeros que terminan arreglando”.

La frase era una de las preferidas de Raúl Alfonsín, y se le volvió karma cuando acordó el Pacto de Olivos con Carlos Menem, quien había sido su mayor enemigo y lo obligó a irse seis meses antes del poder empujando a la Argentina al borde del abismo.

Menem y Alfonsín sellaron aquel pacto en una reunión secreta, el 4 de noviembre de 1993, en la casa del ex canciller Dante Caputo, un bonito chalet muy cercano a la Quinta de Olivos. Menem quería reformar la Constitución para poder ser reelecto, y había llamado a un plebiscito para llevarse por delante a la UCR. Y Alfonsín creyó que cediendo iba a sacarle al peronismo algunas ventajas: el ballotage, la autonomía de la Ciudad de Buenos Aires y el tercer senador por cada provincia, cambios con los que confiaba en que equilibraría el poder de su adversario.

Lo cierto es que con el Pacto de Olivos le fue mucho mejor a Menem, que fue reelecto y gobernó durante diez años, que a Alfonsín, que no volvió a gobernar y que ni siquiera con el tercer senador pudo arrebatarle la mayoría al peronismo en el Senado.

Para colmo, el acuerdo le dejó una imagen de debilidad que muchos de los dirigentes de su partido jamás le perdonaron.

Es interesante recordar el Pacto de Olivos ahora que el peronismo, por iniciativa de Cristina Kirchner, ha comenzado a agitar la bandera de un sospechoso acuerdo político. Si el argumento de venta es terminar con los discursos del odio, que para el kirchnerismo desembocaron en el intento de atentado del 1º de septiembre, la sorpresa que viene dentro del Caballo de Troya es una sola: frenar de alguna manera la condena judicial que podría tener la Vicepresidenta antes de fin año, cuando el Tribunal Oral Federal 2 se pronuncie sobre la causa Vialidad.

Es que a Cristina no le han funcionado sus estrategias para contrarrestar el pedido del fiscal Diego Luciani de 12 años de prisión por fraude al Estado. No funcionaron las fotos futboleras de los funcionarios judiciales en la Quinta Los Abrojos, la de Mauricio Macri. No funcionó la respuesta flamígera de la Vicepresidenta a los alegatos en su contra. No funcionó el piquete en la puerta de su departamento en La Recoleta y no está funcionando el aprovechamiento político del atentado que intentó un grupo de personajes que se movían cerca del edificio camuflados como vendedores de copos de nieve azucarada.

Por eso es que, desde hace una semana, el kirchnerismo juega al policía bueno y el policía malo con la oposición. El primero en atacar fue el presidente Alberto Fernández. Usó la cadena nacional para decretar el disparate de un feriado nacional apenas dos horas después de registrado el intento de disparo contra Cristina. Y en su discurso responsabilizó a sus adversarios políticos, a la Justicia y a la prensa de haber instigado el ataque. Alberto siempre ejercita la sobreactuación de los conversos.

Otro que se ha entusiasmado con el papel del policía malo es el senador José Mayans. En un solo acto, candidateó a Cristina para otro período presidencial; desmintió a la vocera del Presidente gritando a los cuatro vientos que sí están trabajando para llevar al Congreso una ley contra el odio, y completó su faena con una de las frases que ya ha pasado a la historia de la real politik kirchnerista: “Para que haya paz social, tienen que frenar la causa Vialidad contra Cristina”. Al formoseño le dirán cualquier cosa, y con justicia. Pero jamás le podrán decir que no es sincero.

Quien es todo un innovador a la hora de jugar al policía es el ministro del Interior, Wado De Pedro. Básicamente porque hizo primero de policía malo, acusando a opositores, jueces y periodistas por el ataque a Cristina. Y porque cinco días después comenzó a llamar a dirigentes de Juntos por el Cambio para “bajar un cambio” con la confrontación (así lo pidió), e invitarlos a la misa militante que armaron en la Basílica de Luján, con auspicio de un sector importante de la Iglesia y del Papa Francisco, que envió a algunos de sus referentes K en el país.

El resultado de la tímida convocatoria al diálogo fue, como se esperaba, un fracaso rotundo. Hasta los dirigentes a los que contactó de apuro De Pedro (los radicales Gerardo Morales, Facundo Manes y Emiliano Yacobitti) rechazaron al primer intento la oferta de Cristina. “No podemos dialogar con ustedes mientras nos tiran por la cabeza el discurso del odio y nos aprietan con suspender las PASO”, fue la respuesta de uno de ellos. Por lo que se vio en Luján, no había vocación institucional ni nada que se le pareciera. La idea era fortalecer a Cristina.

En estos días, el diputado Eduardo Valdés intentó otro globo de ensayo. Quiso llevarlo a la cancha del diálogo a Mauricio Macri mediante mensajes de whatsapp nunca respondidos y reflotando un contacto con el senador macrista José Torello hace un par de meses. La cosa tampoco es por ahí. El ex presidente no quiere saber nada de acercamientos.

Hay un antecedente que el kirchnerismo pasa deliberadamente por alto. Si hay que buscar el primer motor inmóvil de la ruptura institucional entre Cristina y Macri es la negativa a entregarle el bastón de mando cuando ella dejaba la presidencia y él comenzaba su mandato en diciembre de 2015. Cerca del ex presidente dicen que cualquier intento de recomposición debería empezar al menos con un pedido de disculpas de la Vicepresidenta por aquel desaire. Una pretensión que transforma cualquier posibilidad de acercamiento en una utopía.

En el ecléctico universo del peronismo hay quienes creen que un hipotético diálogo entre Cristina y Macri podría derivar en un armisticio judicial. Algo así como “si vos me ayudas con mis causas, yo te puedo ayudar con las tuyas”, tratando de igualar las investigaciones por corrupción contra la Vicepresidenta con los casos del Correo y los contratos de las autopistas que le imputan al ex presidente. De uno y de otro lado, aseguran que esa es una negociación imposible. Un dirigente que los conoce bien a los dos sonríe y suelta toda su ironía: “Tan imposible como que Menem y Alfonsín pactaran la reelección del Turco, ¿no?”.

Entre los dirigentes más cercanos a Cristina sobrevoló la idea de una foto. Nada de acuerdos ni “núcleos básicos de coincidencias” como transpiraba el Pacto de Olivos. Pero sí una foto de los referentes del poder político en la Argentina, expectativa que quedó muy lejos con el retumbar de los bombos y el piso lleno de banderas kirchneristas que decoraron la Basílica de Luján.

El encargado de responderles, en este caso, fue Horacio Rodríguez Larreta, alguien que siempre se había llenado la boca de diálogo. “No estamos para fotos que solo generan confusión en la gente y que no tienen la honestidad profunda de un diálogo sincero”, remató el Jefe de Gobierno porteño, ocupado ahora en reafirmar su perfil opositor y en resolver a su favor el triangulo de pasiones internas del PRO, con Macri y con Patricia Bullrich.

Los 1.000 días de Alberto se festejan con inflación

Otra remake del Pacto de Olivos es la hiperinflación, que asoló el final de Alfonsín, pero que también tuvo a maltraer el primer año y medio de Menem, hasta que le encontró la vuelta con la previa del Plan Bonex (aquel de Erman González) y después con el Plan de Convertibilidad, la creación de Domingo Cavallo que mantuvo a raya a la inflación durante nueve años con la magia más añorada de los ‘90. El rezo laico que decía: “Un peso, un dólar”.

Como en la Argentina toda alegría es breve, el ministro Sergio Massa se encontró el miércoles apenas llegado de su gira cuasi presidencial por EE.UU. con el cachetazo estadístico que le pegó el Indec. Todavía miraba sin creer en su celular la foto que le regaló la severa secretaria del Tesoro, Janet Yellen, cuando el índice de inflación de agosto le dio una ducha helada de realidad.

Es que el 7% del último mes de invierno no es solo una mala noticia empujada por la suba de los precios de la ropa, los zapatos, la peluquería y los alimentos. Y no es sólo el aumento de la electricidad, el gas y el agua, que va a tener su eclosión en octubre cuando dejen de regir los subsidios a las tarifas. La cifra altísima de agosto es la certeza de que la inflación de todo el año se proyecta para estar arriba o muy cerca del 100%. Los tres dígitos que son la frontera que Massa nunca querría atravesar.

Los 1.000 días del gobierno de Alberto, Cristina, y ahora Massa, esa cifra que enamora a los científicos del marketing político, fue utilizada increíblemente por el Presidente para presumir de los logros inhallables de su gestión. Justo cuando las estadísticas oficiales describen con dramatismo el fracaso de sus políticas.

Un spot publicitario del Frente de Todos no podría obviar el encierro compulsivo y exagerado durante la pandemia; el vacunatorio VIP para ministros, secretarios y amigos de la Casa Rosada; la demora en acordar con Pfizer, que hubiera evitado miles de muertes innecesarias, las fiestas de cumpleaños en la Quinta de Olivos y los asados con la familia Moyano mientras el país se auto confinaba, sin saber todavía que le tomaban el pelo.

Esa celebración publicitaria debería incluir también las escuelas cerradas sin un día de clases, y la imagen de la chica que murió en los brazos de su padre por no poder cruzar la frontera entre Tucumán y Santiago del Estero. Al lado de esas postales del desamparo, parecen poca destrucción la clausura ciega del Aeropuerto del Palomar, la suspensión insólita del gasoducto para sacar el combustible de Vaca Muerta (cuya licitación tal vez no pueda concretarse antes de junio de 2023) o la pobreza estructural creciendo hacia el 50% de la población argentina.

Parece poco al lado del dolor, pero esas imágenes y cifras acumulan demasiado daño. Y la inflación cruzando la barrera del 100% solo va a empeorar las cosas. Porque la suba de los precios es la suma de todos los males que atraviesan a la Argentina. La semana próxima, cuando el Gobierno deba llevar al Congreso el presupuesto del 2023, podría aprovechar la ocasión para pedir perdón por tantas equivocaciones y asumir la responsabilidad que siempre es de nadie. Lo sabemos. No lo van a hacer.

Por eso, es imposible que haya algún acuerdo. Ni uno malo, como aquel Pacto de Olivos al que Eduardo Duhalde llegó en joggins y con facturas en las manos porque no sabía que Menem y Alfonsín ya habían arreglado todo para que no fuera candidato a presidente.

Ni un acuerdo un poco más sólido, como el Pacto de la Moncloa. Ese que hace cuarenta años sentó las bases institucionales para que España, por entonces una economía inferior a la nuestra, despegara y se convirtiera en un país que ya no paró de crecer y de desarrollarse. Un país que, con sus grietas y sus defectos que también los tiene, simplemente funciona mejor.

 

 

* Para www.infobae.com

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