El peronismo y la encrucijada nacional: entre la disolución y la reconstrucción del proyecto colectivo

OPINIÓN Agencia de Noticias del Interior
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  • La crisis de representación afecta a todos los partidos, pero golpea especialmente al peronismo, hoy reducido a una estructura electoral sin proyecto nacional.
  • El fenómeno Milei expone tanto malestar social como el vacío de propuestas de la oposición tradicional.
  • Desde la muerte de Néstor Kirchner, el peronismo se encerró en liderazgos personalistas y perdió vitalidad democrática y proyección federal.
  • La reforma constitucional de 1994 debilitó al Estado nacional y acentuó desigualdades entre provincias.
  • Hoy, el desafío no es solo electoral: es reconstruir una visión de país inclusiva, solidaria y equitativa.
  • El peronismo solo podrá volver a ser transformador si rompe con la autoconservación y propone un proyecto nacional real.

En la Argentina de hoy, preguntarse por el rol de los partidos políticos no es un ejercicio teórico sino una urgencia práctica. La crisis de representación, que atraviesa a todas las fuerzas tradicionales, se expresa con crudeza en el desconcierto del peronismo, un movimiento que supo articular el poder con una narrativa nacional y popular, y que hoy parece reducido a su mínima expresión: una estructura electoral, anclada en el conurbano, incapaz de ofrecer una mirada integral de país.

La irrupción de Javier Milei, con su prédica anarcocapitalista y su promesa de “dinamitar la casta”, no solo capturó malestares sociales genuinos. También reveló el vacío conceptual de una oposición que no logra traducir el descontento en propuesta. El éxito de Milei —provisorio o no— es, en buena medida, el fracaso del sistema político tradicional, en particular de un peronismo que se volvió predecible, endogámico y sin músculo federal.

Desde la muerte de Néstor Kirchner, el movimiento se encapsuló en liderazgos personales y estructuras cerradas. Cristina Fernández de Kirchner, lejos de generar una renovación interna, consolidó un esquema verticalista que debilitó la vitalidad democrática del espacio. Los gobernadores, por su parte, abandonaron la construcción nacional para concentrarse en la gestión territorial, reforzando así la fragmentación del campo popular.

La reforma constitucional de 1994, promovida bajo el pragmatismo neoliberal de los '90, marcó un punto de inflexión: debilitó al Estado nacional como articulador de un proyecto común y profundizó las asimetrías entre provincias. En contraste, la Constitución de 1949 —hoy borrada de la institucionalidad formal pero no de la memoria histórica— encarnó el último intento serio de un país que se pensó solidario, justo y productivo.

En este marco, lo que está en juego no es solo el futuro del peronismo, sino la posibilidad de reconstruir un proyecto nacional. Porque sin una idea de país, sin una vocación de unidad en la diversidad, sin una ética de lo colectivo que trascienda las urgencias electorales, no hay posibilidad de enfrentar las desigualdades estructurales que asfixian al interior y perpetúan privilegios en el centro.

Más del 70% del PBI se concentra en cuatro distritos. La región pampeana acapara la industria, la educación, las oportunidades. Mientras tanto, el Norte profundo —con indicadores socioeconómicos propios del sudeste asiático— se mantiene relegado, sin voz ni representación efectiva. En este contexto, cualquier discurso de libre mercado sin regulación estatal solo agrava la desigualdad.

¿Puede el peronismo volver a pensarse como herramienta transformadora? Solo si abandona la comodidad de la autoconservación, supera sus lógicas sectarias y se atreve a construir una propuesta federal, democrática y moderna. Eso implica recuperar la dimensión ética de la política y asumir, con coraje, que el adversario no es solo Milei, sino también la resignación al país desigual que naturalizamos.

No se trata de nostalgia ni de voluntarismo. Se trata de pensar la Argentina con grandeza. El peronismo, si quiere volver a ser movimiento y no solo sigla, debe volver a ser Nación.

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