



Por RICARDO ZIMERMAN
x: @RicGusZim1
Si uno se guiara solo por los tuits de Cristina Kirchner, pensaría que estamos ante una prócer de la estadística, una Marie Curie del IPC, una guardiana incorruptible de la verdad inflacionaria… salvo cuando le tocaba ser Presidenta, claro. Ahí, misteriosamente, la pasión por los números se volvía selectiva, casi tímida, como quien mira una factura de luz y decide que lo mejor es dejarla cerrada sobre la mesa, no vaya a ser cosa de enterarse.
Esta semana, la ex mandataria volvió al ruedo con un mensaje indignadísimo por la inflación del 2,5% de noviembre. Se preguntó —con esa mezcla de incredulidad teatral y nostalgia autorreferencial que ya es marca registrada— si “¿en serio todo marcha de acuerdo al plan?”. Es una pregunta válida. Lo que quizás no es tan válido es la memoria selectiva que la acompaña, esa capacidad tan singular de recordar únicamente los momentos en que su propia gestión brillaba, como mínimo, desde el relato.
Cristina, la misma Cristina que condujo un gobierno donde el INDEC era más intervenido que una heladera china en garantía, acusa hoy a otros de manipular estadísticas. Es un giro poético, casi literario.
Porque, convengamos, si algo caracterizó al final de su segundo mandato no fue precisamente la transparencia estadística. Fue una época en la que el “IPC Congreso” —al que ahora cita con devoción académica— surgió precisamente porque el INDEC oficial había dejado de reflejar la realidad. Era el tiempo en que la inflación oficial era tan verosímil como un billete de tres pesos y los aumentos en góndola se medían por el método científico de “lo que dice la señora de la vuelta”.
Pero Cristina, en su mensaje, recordó con melancolía que en noviembre de 2015 la inflación “que ellos decían que había” era más baja que la de Milei. Claro, porque la inflación “que nosotros decíamos que había” —es decir, la del INDEC intervenido— no la creía ni Antonini Wilson. No es que la oposición inflara números: es que el gobierno los comprimía como si fueran un archivo zip para poder entrar en la campaña electoral.
Lo más enternecedor del mensaje de CFK es el repertorio de logros que desempolvó: los salarios más altos de América Latina, los jubilados felices, las netbooks viajeras, los medicamentos que brotaban como margaritas y, por supuesto, los satélites, porque nunca falta el satélite en la épica kirchnerista. Si uno juntara todos esos satélites, se podría montar una constelación temática: “Galaxia Relato 1, 2 y 3”.
El problema no es recordar lo bueno. El problema es olvidar lo otro. Como que cuando Cristina dejó el poder, el país estaba muy lejos de esa arcadia económica que hoy pinta con crayones digitales. Había cepo cambiario, atraso tarifario descomunal, una inflación real que rondaba los 25-30 puntos anuales, empresas sin acceso al crédito y un INDEC cuya credibilidad estaba guardada en un cajón con llave, y no precisamente de acero satelital.
Pero quizá lo más curioso de la intervención de Cristina es la indignación moral que despliega ante el endeudamiento con el FMI. Ella, que pagó al Fondo, sí, pero dejando tal desequilibrio fiscal que tres años más tarde el país volvió a necesitar desesperadamente financiamiento externo. Es como si un arquitecto se enorgulleciera de haber pintado el edificio justo antes de que se derrumbe por falta de cimientos.
La frase “cuando no le debíamos ni un dólar al Fondo” es técnicamente correcta y estrictamente incompleta. No se debía al Fondo, es cierto. Se debía a todo lo demás: subsidios imposibles, déficit creciente, reservas que se evaporaban y un gasto público que avanzaba con la velocidad de un satélite… pero sin control remoto.
El ejercicio de ironía continúa cuando Cristina critica el ajuste actual. Lo llama “el ajuste más grande del que se tenga memoria”. Y es cierto, es muy grande. Lo que no dice es que gran parte de ese ajuste se hace sobre la herencia macroeconómica de su propio ciclo político. Es decir: se indigna por las consecuencias de las causas que ayudó a construir. Es como si un ladrón se quejara del mal gusto de las rejas que le pusieron para frenarlo.
Y ahí aparece la cereza del postre: Bullrich y Sturzenegger, “los impresentables de siempre”, según CFK. Es fascinante ver cómo los personajes del pasado vuelven, como en una secuela cinematográfica, pero sin efectos especiales. Lo que no menciona Cristina es que algunos de esos “impresentables” fijaban índices alternativos porque el INDEC de su gestión era un laboratorio de alquimia institucional.
El mensaje de Cristina no es solo un ejercicio de crítica a la actual administración. Es, sobre todo, una pieza de realismo mágico kirchnerista, donde los números del pasado siempre son más bellos que los del presente y los problemas del presente jamás tienen pasado.
Quizá habría que agradecerle: pocos dirigentes logran que la ironía se escriba sola.










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