Cuando el cambio dejó de dar miedo

OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hay algo casi tan elocuente como el triunfo en una elección democrática: aquello que la ciudadanía decide abandonar. La victoria ilumina un rumbo, claro está, pero el rechazo también es una forma de mensaje político. Y en la Argentina de hoy, ese mensaje suena cada vez más contundente: una parte significativa del electorado ha dejado de ver en la oposición una alternativa de futuro. No porque Milei haya logrado –como insisten algunos opositores para consolarse– magnetizar a la sociedad con su retórica rupturista, sino porque el universo político que pretende enfrentarlo parece empeñado en ofrecer un espejo retrovisor como único horizonte.

En toda competencia, entender lo que se eligió implica analizar también lo que se dejó de elegir. Y esa es la verdadera derrota que enfrenta la oposición tradicional: la de haber perdido, casi sin advertirlo, la capacidad de representar un porvenir posible. Sus emblemas, otrora incuestionables, ya no conmueven ni en sus viejos bastiones. Allí donde hace una década podían ganar con los ojos cerrados, hoy apenas logran formular excusas.

La primera razón está a la vista. La agenda opositora carece de aspiración. No invita a ningún proyecto de mejora individual, ni promete un camino que dependa del mérito, el esfuerzo o la creatividad de los ciudadanos. Es un programa que no apunta hacia delante: solo busca detener al Gobierno, bloquear su impulso reformista o, en el mejor de los casos, administrar la inercia del sistema. No hay épica, ni construcción, ni un sueño que entusiasme. Lo que aparece, en cambio, es la vieja lógica de siempre: conservar cargos, estructuras, cajas y beneficios. Una maquinaria que no está diseñada para transformar la Argentina, sino para garantizar su propia supervivencia. Si algo ha mostrado coherencia en la oposición, es su tenacidad para servirse del poder en lugar de servir desde el poder.

La segunda razón es una pérdida de credibilidad acumulada durante años: la defensa de un Estado enorme, omnipresente y paternalista. Ese relato, que alguna vez se sostuvo con cierta eficacia retórica, se desmoronó frente a la experiencia cotidiana. La sociedad entendió que, detrás de la consigna del “Estado presente”, se escondía un reparto discrecional de dependencias, privilegios y contratos. Que la solidaridad declamada solía traducirse en una administración crónica de la pobreza para sostener clientelas políticas. Cada vez más ciudadanos distinguen entre un Estado eficiente y un aparato burocrático cuyo principal objetivo es proteger a quienes controlan el aparato.

Otra razón del desgaste opositor es que la Argentina finalmente dejó atrás el mito del “paga Dios”. La sociedad percibió que prometer sin explicar cómo se financia es una forma de estafa. El país aprendió, a fuerza de crisis, que no se puede hipotecar el futuro para obtener un aplauso pasajero. Que sin responsabilidad fiscal no hay crecimiento, ni inversiones, ni estabilidad, ni salarios reales ascendentes. La política del cheque en blanco perdió su encanto. Atrás quedó esa época en la que un dirigente podía recitar promesas sin sustento y aun así ser tomado en serio. Hoy, la ciudadanía exige realismo, incluso si eso implica aceptar costos en el corto plazo.

La cuarta razón es la ausencia absoluta de nostalgia. La oposición insiste en evocar un pasado que, en realidad, nadie extraña. El modelo de proteccionismo sin productividad, la industria subsidiada a perpetuidad, la emisión sin freno y el asistencialismo como política estructural ya no logran despertar emociones positivas. No hay relato épico que pueda maquillar que, durante décadas, ese esquema derivó en decadencia, inflación y empobrecimiento. La sociedad sabe que esos años no fueron una edad dorada, sino una larga antesala del colapso.

Lo paradójico es que la oposición aún no ha registrado este cambio cultural. Continúa actuando como si el país siguiera atrapado en coordenadas pasadas, repitiendo consignas que la gente dejó de creer hace tiempo. Alguien podría decir que les falta un diagnóstico. En rigor, lo que falta es escuchar. La sociedad dejó en claro que quiere otra cosa: vivir en un país que no sea rehén de sus propias taras. Un país donde el esfuerzo tenga sentido, donde la inflación no destruya salarios, donde la educación vuelva a ofrecer movilidad social y donde el Estado deje de ser un botín y vuelva a ser un servicio.

Resulta casi obvio, pero conviene subrayarlo: la oposición quedó a la intemperie porque el país se cansó de caminar en círculos. Y, sobre todo, porque una parte de la sociedad se permitió algo revolucionario: dejar de tener miedo al cambio. Por eso Milei pudo irrumpir con fuerza; no solo por su discurso antisistema, sino porque la alternativa al statu quo estaba vacante. Nadie la ocupaba.

La pregunta de fondo es cuánto tiempo tardará la oposición en aceptar este veredicto social. Porque mientras siga aferrada a viejos rituales, seguirá perdiendo votos. La Argentina se está moviendo. Y quienes pretendan representar a ese electorado deberán comprender que la política de slogans, consignas huecas y apelaciones a un pasado inexistente ya no funciona.

Parece increíble, pero en el fondo, los argentinos no le dieron la espalda a la oposición por ideología, sino por sentido común. Buscan otra cosa: vivir en un país razonable. Y, luego de muchos años, esa aspiración dejó de ser un susurro para convertirse en un mandato. El verdadero cambio cultural está en marcha. Y esta vez, es la ciudadanía la que marca el rumbo.

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