



Por Juan Palos
Argentina cambió. No es una consigna de campaña ni un optimismo ingenuo: es una constatación de la realidad. Con Javier Milei en la Casa Rosada se produjo un quiebre que muchos creían imposible. Volvió algo básico, casi olvidado: la palabra empeñada. El país empezó a ser creíble, hacia afuera y hacia adentro. Y cuando un país recupera credibilidad, empieza a recuperar dignidad.
Venimos de más de veinte años de kirchnerismo, con distintos disfraces pero con la misma matriz: populismo, corrupción estructural, relato permanente y una idea perversa del Estado como botín. No fue una etapa más: fue, probablemente, lo peor que nos pasó desde 1983. Se naturalizó la inflación, se justificó la pobreza, se romantizó el déficit y se persiguió al que pensaba distinto. Nos dejaron un país quebrado económica y moralmente.
Milei no vino a caer simpático. Vino a ordenar. Y ordenar duele. Pero también cura. El ajuste no lo está pagando “la gente” en abstracto: lo está pagando la política, los curros, los privilegios y los kioscos que durante años se escondieron detrás de un discurso progresista mientras vaciaban el país. La baja de la inflación, todavía incipiente pero real, es la primera señal concreta de que el rumbo es el correcto. Sin inflación no hay salario posible, no hay crédito, no hay futuro.
Si este proceso se sostiene y la inflación sigue cayendo, el escenario es claro: Argentina puede entrar en un ciclo largo de gobiernos liberales. No por moda ni por ideología importada, sino por hartazgo. La sociedad se cansó de que le mientan, de que la traten de tonta, de que le expliquen la pobreza como si fuera un fenómeno climático. Cuando la gente ve que el esfuerzo empieza a tener sentido, no vuelve atrás.
Ahora bien, ordenar la macroeconomía no alcanza. El gran desafío empieza en 2026: que las inversiones prometidas se concreten, que lleguen dólares genuinos, que se creen puestos de trabajo privados y que la pobreza baje de verdad, no con estadísticas dibujadas sino con gente saliendo del asistencialismo hacia el empleo. Sin trabajo no hay dignidad, y sin dignidad no hay país posible.
Pero hay algo igual de importante que la economía: la batalla cultural. Esa batalla hay que darla todos los días, sin feriados ni medias tintas. Contra el populismo dañino, contra la corrupción disfrazada de justicia social, contra la mentira instalada como método. El kirchnerismo no fue solo un mal gobierno: fue una pedagogía del fracaso. Nos enseñaron que el mérito era mala palabra, que el que produce es sospechoso y que el Estado todo lo puede. Y así nos fue.
La Argentina que viene necesita coraje, coherencia y memoria. Coraje para sostener el rumbo. Coherencia para no negociar los principios. Y memoria para no repetir los errores. Porque si aflojamos, vuelven. Y si vuelven, vuelven peores. Esta vez no se trata solo de un gobierno: se trata de decidir, de una vez por todas, qué país queremos ser.







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