El miedo a la ingobernabilidad

OPINIÓN Natalia Volosin*
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Se bajó nomás. En un extenso video que difundió por Twitter, Alberto Fernández anunció que el 10 de diciembre se va a ir a la casa a tirarle la pelotita de tenis a Dylan y a jugar con Francisquito. No intentará reelegir. No es ninguna amenaza para nadie. Lo único con lo que va a seguir jodiendo un poco a sus compas kirchneristas es con las PASO. Así que esperemos, pidamos, roguemos que ahora sí lo dejen gobernar, al menos nominalmente, hasta que suenen las campanas y podamos salir a festejar que cumplimos 40 años ininterrumpidos de democracia.

Con un par de zancadillas, es cierto. Con saqueos planificados. Con más de 30 muertos en dos nefastos días de diciembre de 2001. Con Kosteki y Santillán. Con un Poder Judicial del que descree más del 80% de la gente. Con desaparecidos y varios pibes muertos en comisarías. Con 40% de pobreza y 8% de indigencia. Con el dólar a $445 mangos. Con más del 100% de inflación anual. Y con una clase dirigente tan pero tan berreta que está al borde de servirnos en bandeja a un tipo que asusta mucho menos por sus ridículas propuestas políticas (desde vender niños hasta dolarizar la economía) que por el absoluto desparpajo con el que exhibe públicamente su violencia y su autoritarismo.

Pero, con todo esto, con las zancadillas, los líderes peligrosos que asoman cada tanto, incluso con los muertos y la pobreza inmoral, la democracia es lo poquito que nos queda. Y, lamentablemente, en las sociedades modernas es ineludiblemente representativa. No hay algo mejor. Por eso es que la antipolítica no puede no ser, también, antidemocrática. Pero una vez que aceptamos esto, lamento decirles que también tenemos que aceptar a Alberto Ángel Fernández. Pues, guste o no, en esta democracia el hombre viene a ser el presidente de la Nación. Y así será hasta el 10 de diciembre.

Para algunos se irá como un cagón. Eso dicen, para empezar, los cristicamporistas. No se les animó a los jueces, no se les animó a los medios, no se les animó a los empresarios. ¡Si hasta casi expone en el Foro Llao Llao! De no ser porque el dólar explotó como el cohete de Elon Musk, el chango iba y te hablaba de alguna huevada tecnológica como si nada, tal vez hasta con filminas, ante las mismísimas barbas de Eduardo Elsztain. Pero no. Menos mal. Mirá si exponía y a los dos días se bajaba de la competencia electoral. ¡Iban a tener que rebautizar el evento como el Foro Chau Chau!

Del lado de enfrente también se lo tratará de cobarde, pero no por no animársele a los medios, los jueces y los empresarios. No, no. Estos dirán que Alberto arrugó frente a Cristina Fernández de Kirchner. Que la podría haber borrado del mapa político, que la podría haber entregado definitivamente a las fauces del Poder Judicial, que podría haber sostenido al menos una de las múltiples barbaridades que, con o sin razón, dijo de la susodicha durante los años que siguieron a su salida del gobierno en 2008, cuando vendía kirchnerismo moderado.

Pero no. Se dejó copar el gabinete. Se rehusó al nacimiento del albertismo. Se dejó manejar el discurso con el lawfare y otras yerbas. Amagó con romper, dejó de hablarle durante meses (yo creo que ella lo ghosteó a él, pero ponele), la llamó cuando casi la matan, flirteó para acá y para allá, pero al final del día, cuando Wado y el camporismo amenazaron con renunciar, volvió a cobijarse, ya definitivamente, en los brazos de Cristina. Set arriba, 4-2, 40-15, pero le tiró el gemelo. La pecheó. Eso dirán.

Hay otras lecturas, claro. Me refiero a lo estrictamente político. Y la más interesante es la que insinúa el propio Alberto Fernández. No porque me parezca una genialidad, sino porque es la que, creo, explica mucho de lo que hemos vivido (de nuevo, sólo en términos políticos) y también la decisión que ahora comunicó. ¿Cuál es esa lectura? Que lo que ha estado en juego aquí desde el día uno es la gobernabilidad. En sus propias palabras: “En estos años elegí soportar algunas críticas o enfrentar maniobras de desprestigio en contra del gobierno nacional y nunca respondí. Por mi responsabilidad como presidente, evité toda escalada en los conflictos”.

El presidente nunca fue candidato a reelegir. No se bajó de nada porque nunca se subió. Sostuvo la ficción para mantener algo de poder en expectativa. Fue un bluf. Cuando Wado y sus amigos camporistas amenazaron con renunciar, en la Rosada hubo temores de ingobernabilidad. Pensaron que se iban a tener que ir. Lo mismo ocurrió cuando la brecha entre el dólar oficial y el blue llegó al 158% durante los últimos días de gestión de Silvina Batakis. Ya lo dijo Gustavo Ferraresi: “Massa asumió un día antes de que nos fuéramos en helicóptero”.

Son los gajes del hiperpresidencialismo, ¿vió? Como explicó Alberdi en las Bases: tenemos un presidente constitucional que, en caso de ser necesario, puede asumir las facultades de un rey. Para gobernar la Argentina hay que ser un líder fuerte, carismático y personalista. Pero a los reyes les suelen cortar la cabeza. Un presidente con tantos poderes jurídicos y fácticos no solo es blanco de adversarios políticos, sino que se constituye siempre, quiera o no, en depositario de todas las esperanzas y demandas de la sociedad. Si tiene mayorías propias es crack. Si no, está al horno. Y si no puede reelegir, ya sea por impedimentos legales o porque no le da la nafta, es un pato rengo con fritas.

Alberto Fernández no es un líder, no es carismático, no tiene mayorías propias, no le da la nafta para reelegir y, por las razones que sea, enfrenta una crisis económica complejísima de la que inevitablemente es y será considerado responsable. ¿Es justo, es injusto? ¿Fue su impericia? ¿Fue la deuda que tomó Mauricio Macri? ¿Tuvo terrible mala leche con la pandemia, la guerra y la sequía, como nos quiere vender su vocera, Gabriela Cerruti?

¡Preguntas equivocadas! En este sistema, son irrelevantes. A nadie le importa cuál es la forma moralmente razonable de atribuir responsabilidades por la crisis. En un sistema hiperpresidencialista, el responsable es el presidente de la Nación. Siempre. De todo. Lo bueno y lo malo. Y, lamentablemente, la atenuación que se intentó en la reforma constitucional de 1994 con la figura del Jefe de Gabinete no funcionó. En la crisis de 2001, Fernando De la Rúa le ofreció ese lugar al peronismo y se le cagaron de risa en la cara.

Por eso Alberto se recuesta en Sergio Massa. Por eso se comporta como una especie de Jefe de Estado mientras gobierna “otro”: porque el ministro de Economía es un funcionario que, por su historia, características personales y poder real, parece capaz de absorber reclamos y funcionar como el fusible que no es Agustín Rossi, cuyo cargo fue expresamente creado para eso. Pero es difícil que esto funcione. Aun cuando maneja la botonera casi completa, si Massa quisiera, podría irse (incluso al final, como anticipó Malena Galmarini) diciendo “yo lo intenté, pero Alberto no me dejó hacer lo que había que hacer”.

También es el temor de ingobernabilidad lo que explica, ahora, la decisión del presidente de no competir. La soga ya no podía tensarse más sin romperse. Las disputas palaciegas por la sucesión llegaron a su techo el martes negro, con la disparada del dólar y el papelón de internas y operetas que terminó con la renuncia del jefe de asesores Antonio Aracre. Si, como dicen, Massa se hinchó los quinotos y estuvo al borde de la renuncia, el presidente posiblemente haya comprendido que no le quedaban balas en la cartuchera. La candidatura presidencial imaginaria que tiempo atrás pudo haber sido un chaleco salvavidas para contener a las hienas frente a un vacío de poder se convirtió en un collar de melones.

Habrá que ver si, ahora que Alberto Fernández no juega por nada, le dejan de tirar bombas molotov desde su propio espacio. Aunque las pudiere merecer, digo. Ya está, muchachos. Quedan seis meses. Tengamos la fiesta en paz.

 

 

* Para www.infobae.com

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