


COMUNIDADES HOMOGÉNEAS Y SOCIEDADES MULTICULTURALES
Las normas, los principios morales, los ideales y los modelos éticos de vida.
EDITORIAL
Agencia Terra
El uso de los términos “moralidad” y “eticidad” en el lenguaje filosófico posthegeliano ha asociado algunas veces el punto de vista de la eticidad con el historicismo y el relativismo ético, y por otro lado, en cuanto este punto de vista se remite a las costumbres e instituciones de una tradición, presenta un sesgo que se ha considerado también como conservador. El término “moralidad” se asocia en cambio con la pretensión de fundamentación filosófica de principios morales igualmente válidos para todos los seres humanos, es decir, con una posición filosófica racionalista y universalista. El punto de vista de la moralidad se ha considerado también como una orientación más crítica y progresista. Es claro que los calificativos “conservador” o “progresista”, asociados a la ética de la eticidad y de la moralidad, respectivamente, son valoraciones relativas y polémicas. Si se atiende a las orientaciones más recientes del pensamiento posmoderno puede decirse que estas valoraciones tienden a invertirse.
Las sociedades tradicionales premodernas han funcionado la mayoría de las veces como unidades cohesionadas por un sistema monolítico de ideas, creencias y valores homogéneos, profundamente arraigado en su propia historia, el cual funda una manera unívoca de concebir “lo natural”, el bien y los ideales de vida del hombre y de la comunidad, es decir, un ethos cultural que configura y define una fuerte identidad colectiva.
En este contexto la educación, por ejemplo, no hace otra cosa que inculcar directamente a los jóvenes el modo de ser propio de la comunidad en la que ingresan, como la forma de vida “ética”, los valores y costumbres que caracterizan o identifican a los miembros de esa comunidad y que ellos comprenden como naturales, de tal manera que no permiten ninguna libertad para elegir otra forma de vida diferente. Este modelo de educación moral supone que la posible experiencia de conflictos de valores ha de tener siempre una resolución ya dada en el ordenamiento jerárquico de los valores mismos. El modelo no es cuestionado mientras la homogeneidad cultural de la comunidad y su sistema de valores se mantiene inalterado.
El comunitarismo es una posición filosófica que pretende restaurar de alguna manera aquel modelo. En su justificada crítica del individualismo y del atomismo liberal, los comunitaristas ponen de relieve que el individuo no precede en realidad a su comunidad, sino que, por el contrario, depende profundamente de ella. Los valores y creencias, o la comprensión del mundo comunitaria, determinan su autocomprensión y con ello también su identidad. Extremando esta línea de pensamiento, algunos llegan a decir que el individuo no elige libremente, aunque crea hacerlo así, sus valores y los fines fundamentales, sino que los encuentra siempre ya ahí en la tradición histórica de su comunidad. Uno de los comunitaristas prominentes, que es Alasdair MacIntyre, expresa con el mayor vigor esta interpretación: “Soy hijo o hija de alguien... ciudadano de esta o aquella ciudad, miembro de este o aquel gremio o profesión... Como tal heredo del pasado de mi familia, mi ciudad, mi tribu, mi nación, una variedad de deberes, herencias, expectativas correctas y obligaciones. Ellas constituyen los datos previos de mi vida, mi punto de partida moral”. El tipo de identidad en la que piensa este autor es la identidad convencional de las sociedades premodernas en las que la dinámica del cambio y la movilidad social eran casi inexistentes, y el individuo quedaba ya identificado de manera “natural”, no por sus elecciones, sino por su nacimiento en determinada familia, etnia, lugar y clase social o corporación, por los roles sociales y las funciones profesionales que heredaba de sus antepasados.
El avance del proceso de modernización, la movilidad social, territorial y profesional de amplios sectores sociales, la apertura al mundo, la globalización, etc., han erosionado y puesto en crisis los restos de aquel tipo de cultura tradicional y las identidades estáticas, ligadas a las estructuras corporativas de las sociedades premodernas que algunos comunitaristas quisieran restaurar o mantener, y han difundido otros valores que tienen que ver con la vida privada y la libertad individual para elegir diferentes planes de vida, para buscar otros horizontes fuera del lugar de origen, cambiando los roles heredados y las posiciones sociales, etc. Se habla de la transición de un modelo de identidad fuerte, estable y cerrada, a un nuevo tipo de identidades abiertas, menos duras y más dinámicas. En la terminología de Paul Ricoeur se trata del paso de la identidad “idem”, que forma parte de lo involuntario de nuestro ser y denota permanencia inalterada del carácter, como herencia natural y cultural, a la identidad “ipse”, entendida como fidelidad a las propias elecciones de la libertad y mantenimiento de la palabra dada, como lealtad y cumplimiento de las promesas. Esta es la identidad propiamente moral, que se ha desprendido ya de los presupuestos sustancialistas de un núcleo inalterable de la personalidad. Este sentido de la identidad moral tiene su anclaje más profundo en la fidelidad a la verdad, no como algo ya dado, sino como el horizonte o la meta de una búsqueda del sentido, que implica apertura a la crítica y disponibilidad para la autocorrección y el cambio. La autonomía llega hasta la definición de la propia identidad, que no se acepta como algo que se recibe ya hecho, sino que se desea realizar como elección y libre construcción de sí mismo.
Ahora bien, en una sociedad abierta, democrática y pluralista, en la que no existe ya una única concepción del mundo y del hombre que sea reconocida por todos, y especialmente en las grandes sociedades multiculturales, se da también un pluralismo de las convicciones “éticas” acerca del bien o de los ideales y modelos de vida, y bajo este aspecto podría decirse que la “ética”, en cuanto diferente de la moral, es vivida ahora como una tradición cultural o como una opción individual o de grupo, que reclama respeto y solidaridad de la sociedad global, pero que no puede pretender universalizarse, u “oficializarse” en la esfera pública mediante el derecho, sino que tiene que aprender a convivir con otras tradiciones y con otras formas de vida.
Hay quienes experimentan estos cambios como una suerte de privatización de la “ética”, como un empobrecimiento o una pérdida de la vida comunitaria; otros ven en ello un progreso o la liberación de un modelo de sociedad cerrada, premoderna y antiliberal. Esta es una presentación muy elemental de un debate abierto que divide las opiniones en la sociedad y en la filosofía actual, no solamente en América Latina, sino también en Europa y los EE. UU. El debate central en la filosofía norteamericana de las últimas décadas del siglo XX ha sido esta confrontación de liberalismo y comunitarismo. El planteamiento de esta situación trae aparejado como consecuencia una pérdida de legitimidad de los contenidos de los sistemas jurídicos que conservan resabios de aquellas “éticas” tradicionales, y del mencionado modelo de educación “ética” de las comunidades antiguas, el cual sería rechazado como autoritario en una sociedad moderna.
¿Esto quiere decir, entonces, que los aspectos morales de la educación quedan reservados a la familia y a las comunidades religiosas o a otros grupos privados; que la escuela pública debe abstenerse de incidir en esta dimensión porque ello sería interferir en la libre elección de valores e ideales de los alumnos? ¿Cómo establecer esta demarcación en el sistema jurídico?
Me parece que aquí, frente a estas preguntas, revela toda su significación la distinción que se ha remarcado en el comienzo entre el tema de las normas y los principios morales con pretensiones de validez universal, y el tema de los ideales y modelos éticos de vida, que deben ser respetados en la medida en que representan opciones que definen una identidad o un ethos particular y valioso, pero que dependen de convicciones y de opciones de vida que no pueden argumentarse como vinculantes para todos. El que se reconozca como fenómeno sociológico la progresiva privatización de los ideales y modelos éticos no quiere decir que pueda admitirse también la privatización y la relatividad de todos los valores y de los principios morales, porque sin una moral pública no es posible el orden político, el derecho, ni la sociedad misma.







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