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La impotencia que hunde, cada día más, al peronismo

POLÍTICA 19/03/2023 Ernesto TENEMBAUM
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El martes pasado a las 4 de la tarde se produjo un hecho que podría ser un punto de inflexión para la historia política argentina. Ese día, a esa hora, el Indec difundió que el índice de inflación mensual había trepado al 6,6 por ciento y que el anual superaba el 100 por ciento. Ambos números estremecen pero es necesario ponerlos en contexto para comprender la magnitud de lo que expresan. Hace pocos meses, el ministro de Economía, Sergio Massa, pronosticaba que en pocas semanas el índice mensual arrancaría con el número 3. Ante el impresionante contraste entre los deseos y la realidad, los voceros del Gobierno solo balbucean incoherencias. O sea, no tienen claro el diagnóstico de lo que ocurre y, por ende, mucho menos idea acerca del tratamiento necesario para corregir la situación. Por si fuera poco, las cosas se pueden poner peor, y se van a poner peor: casi todas las consultoras creen que en el mes de marzo el índice va a empezar con el número 7.

La escalada inflacionaria tiene dos efectos inmediatos. Uno de ellos es conceptual. La llegada de Sergio Massa al Ministerio de Economía fue acompañada por la ilusión de que la inflación podía abordarse de manera gradual gracias a una mezcla de ajuste fiscal, aumento de reservas del Banco Central al costo que fuera y, sobre todo, negociación permanente entre empresarios y sindicalistas para que frenara la carrera de precios y salarios. Esa perspectiva fue dinamitada por la realidad.

 
La derrota del plan Massa salda un debate hacia el futuro: el próximo gobierno, cualquiera sea, deberá imponer un plan de estabilidad ambicioso, al estilo de lo que, en otros momentos, fueron el plan Austral o el plan de Convertibilidad. Sin un enfoque sistémico ya nadie cree que se puede frenar la inflación. Tal vez, de la solvencia técnica de ese plan, y de la capacidad del equipo gobernante para imponer su aceptación, dependa el destino de la gestión que arrancará el 10 de diciembre. No será nada sencillo: en 2015 la carencia de esas dos cualidades -solvencia técnica y capacidad política- derivó en un resonante fracaso.

El otro efecto es político. El 4,9 por ciento de inflación de noviembre, y el 5,1 de diciembre alentaron las expectativas de que Sergio Massa podría ser un candidato presidencial competitivo: era la última esperanza para el oficialismo luego de que la disputa rabiosa entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner dejara a ambos sin aire. En aquellos días, la mitad de la biblioteca sostenía que Massa estaba haciendo las cosas bien: negociaba con quien había que negociar, conseguía divisas, recortaba el gasto. Eso podría, eventualmente, proyectarlo como candidato.

La otra mitad de la biblioteca explicaba, en cambio, que el índice no tenía ninguna relación con Massa sino con un fenómeno que ya entonces era preocupante: la falta de lluvias. Ante el avance de la sequía, los ganaderos vendían por anticipado su producción. Eso bajaba el precio. Pero, en pocos meses, ya no habría qué ofrecer y los precios subirían por encima del nivel previo. Entonces, la candidatura de Massa se derretiría.

No es necesario explicar quién tenía razón.

Solo una fuerza política suicida propondría como candidato presidencial al ministro de Economía que no puede controlar los precios. Eso deja al peronismo huérfano de candidatos. Cristina Kirchner no quiere. Si quisiera, le sería difícil ganar. Massa y el presidente Alberto Fernández están muy debilitados. Pero lo peor es que ya no queda espacio para otra cosa.

Hace cuatro años, Cristina Kirchner eligió a Alberto Fernández porque percibió que a ella no le alcanzaba para ganar la elección: debía sumar a un sector de la población que solo votaría a un moderado. Después de lo que ocurrió, nadie le va a creer si repite el pase de magia. En ese entonces, además, la población estaba enojada con la gestión del macrismo: ahora el enojo se dirige hacia el Gobierno que ella creó e integra. El peronismo, en 2019, atravesaba un período de reconciliación interna luego de años de divisiones: ahora han vuelto a estar todos peleados y, cada día, exponen sus miserias como si fueran virtudes.

La situación actual, en lo esencial, no ofrece salidas posibles. La mayoría abrumadora de los economistas -del palo teórico o político que fuera- sostiene que cualquier pelea realista contra la inflación arranca con un período de dolor para la mayoría de los votantes. Esto quiere decir que, quien tome esas medidas sufrirá algún tipo de costo político, justamente cuando arranca el proceso electoral. Pero, al mismo tiempo, si el plan de estabilización no se pone en marcha, los precios trepan sin parar. Costo si se hace algo, costo si no se hace nada. Cuando había tiempo para hacer algo, la principal referente del Frente de Todos se dedicó a dañar la gestión económica de Martín Guzmán. Ya es tarde.

Sin respuesta a los principales problemas que afectan a los argentinos -la inflación, la inseguridad, los cortes de luz- al oficialismo le va a costar incluso mantener el tercio de votantes de 2021, una cifra de por sí ofensiva para la historia peronista. Si se une la línea de puntos y se la proyecta, al final de este año se inaugurará un período realmente histórico. Por primera vez, en democracia, la inmensa mayoría de las provincias no estará gobernada por peronistas, y el peronismo será una minoría no demasiado relevante en ambas cámaras parlamentarias. A eso se le agrega la mala relación con los jueces. Si existe la vida después de la muerte, a Perón no le debe dar demasiado orgullo lo que ocurre.

Hace casi cuatro años, cuando arrancaba la gestión del Frente de Todos, los extremos de la política argentina, y sus expresiones periodísticas, deseaban o temían que se repitiera el esquema previo al 2015. Unos soñaban con reproducir el “vamos por todo”. Otros pasaban noches de insomnio porque temían que eso, efectivamente, fuera a ocurrir. De un lado advertían que los medios y los periodistas críticos esta vez sí recibirían su merecido. Del otro denunciaban que la Argentina iba camino hacia el chavismo. Expresiones como “venganza”, “dictadura”, “impunidad”, “chavismo”, “títere”, inundaban el debate público.

Como siempre, las almas alteradas gritan más fuerte, especialmente en las redes, y ese grito produce la sensación de que tienen razón, aunque no la tengan, como en este caso. Pero no hubo títere, ni dictadura, ni chavismo, ni venganza, ni impunidad. Lo que ocurrió fue otra cosa muy distinta.

Había, por entonces, enfoques alternativos, más interesantes y precisos que se podían sintetizar en dos preguntas. Una: ¿cómo convivirían el peronismo con la escasez? Se trataba de una experiencia inédita. Juan Perón, Carlos Menem y los Kirchner pudieron gobernar en tiempos de abundancia. De allí surgieron sus respectivos liderazgos. Alberto Fernández, en cambio, asumió en un momento donde no había nada para repartir. Para colmo: la pandemia, la guerra, la sequía. La segunda pregunta: ¿cómo funcionaría en el poder el esquema que sirvió para ganar la elección, donde la figura más poderosa no estaría en el sillón de Rivadavia? El antecedente de Juan Perón y Héctor Cámpora servía como advertencia de la magnitud del desafío.

Las respuestas a ambas preguntas parecen ahora claras. El peronismo no conviviría bien con la escasez y el esquema que permitió ganar las elecciones no serviría para conducir al país. Cada una de las situaciones ha operado como causa de la otra. Ante los desafíos de la escasez, era necesario un acuerdo interno acerca de quién ejercía el poder y con qué herramientas. Al no existir ese acuerdo, las distintas fuerzas del Frente se anularon entre sí y la escasez era más dura porque el gobierno, al mismo tiempo, no podía poner en marcha un plan congruente y perdía autoridad.

El Presidente no podía respaldar a un ministro de Economía, implementar una política energética agresiva, articular un plan de seguridad en las provincias más afectadas, tratar de conducir el servicio de suministro de electricidad para que no se produjeran cortes, diseñar un plan antiinflacionario. Una multitud de decisiones se procastinaban porque no había acuerdo, o se tomaban a medias. La escasez ahondaba las diferencias, y las diferencias profundizaban la escasez.

La desunión obedece a un problema estructural. El peronismo está dividido aunque se presente unido y las posturas de cada sector resultan incompatibles. Para ganar una elección, Cristina Kirchner necesita de aliados a los que detesta. Y los otros precisan a Cristina, a quien resisten. Nada de eso ha cambiado. Durante una década fueron a las urnas separado. Ahora han ido juntos. Pero, en lo esencial, siguen separados. La situación del país plantea exigencias urgentes que requieren de un enfoque, al menos coherente. Pero los líderes del peronismo no pueden ni tomar un café solos. Nada de eso ha cambiado. Al final del tobogán siempre está el arenero, dijo alguna vez Anibal Fernández. Efectivamente.

La cuestión es que otro mandato presidencial está por terminar y la inflación, que era de 25 por ciento en 2015, y superaba el 50 por ciento en 2019, ya trepó por encima del 100 en 2023. El próximo presidente asumirá con la sensación que han tenido todos sus antecesores: que el tema no se resolvió porque los demás fueron incapaces. Si es así, será otro mal comienzo. La inflación se ha hecho un picnic, a lo largo de las décadas, con todos aquellos que la subestimaron. La última víctima de esa lógica se llama Sergio Massa. ¿Cuál será el nombre del ingenuo que crea que a él, sí, el temita le resultará sencillo? ¿A cuánto llevará la inflación ese iluso al final de su mandato?

Fuente: Infobae

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