Elegirse en tiempos de furia

OPINIÓN Ricardo ZIMERMAN
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Por RICARDO ZIMERMAN

x: @RicGusZim1

Hay momentos —raros, incómodos— en los que una frase dicha casi al pasar abre una grieta por donde se cuela algo verdadero. Javier Milei, en un debate, reconoció haber fracasado muchas veces en su vida. No lo dijo como confesión terapéutica ni como pedido de indulgencia. Lo dijo y siguió. Y, paradójicamente, en ese gesto ganó algo más que un punto en una discusión: tocó una fibra íntima, colectiva, profundamente humana.

Porque ¿quién no fracasó alguna vez? ¿Quién no cargó con la sensación de no haber sido suficiente, de haber llegado tarde, de haber fallado justo donde más importaba? La política suele olvidar esto. Habla en cifras, en consignas, en épicas. Pero la sociedad no vive en gráficos: vive en cicatrices. Y cada uno mira el mundo desde las suyas.

Hay una pregunta que sobrevuela este tiempo y que rara vez se formula en voz alta: ¿de verdad solo aprendemos cuando algo duele? Tal vez por eso el dolor se volvió una mercancía política tan rentable. Se lo exhibe, se lo agita, se lo convierte en identidad. Como si sufrir fuera un certificado moral. Como si no hubiera otra vía para comprendernos.

Ser uno mismo es, probablemente, lo más difícil que le toca a cualquier sujeto. Mucho más que adaptarse, imitar, esconderse detrás de una máscara eficaz. La vida no es una línea recta; es una sucesión de escenas. Y en cada una aparece, silenciosa pero implacable, la misma pregunta: ¿te elegís o te escondés? No es una pregunta pública, aunque tenga consecuencias políticas. Es íntima. Se responde a solas, incluso cuando se milita en masa.

Cuando alguien no sabe —o no puede— responder quién es, aparece una tentación conocida: dejar que otro lo diga. Delegar la identidad. Ahí nacen los relatos cerrados, las pertenencias exprés, las verdades sin matices. No es casual. Detrás de ese mecanismo suelen operar dos heridas antiguas: el rechazo y el abandono.

El rechazo es el miedo a mostrarse y que no alcance. Entonces uno se corrige, se endurece, se vuelve irónico o excesivamente prolijo. Se edita. El abandono es distinto: es la sospecha de que, si uno se apoya, se queda solo. Entonces no pide, no espera, no necesita. Parece autonomía, pero muchas veces es pura defensa.

En ese terreno fértil emerge una figura que no es nueva, pero sí muy funcional a la época: el líder egocentrado. No como patología clínica, sino como forma política. El “mírenme” elevado a programa. La centralidad permanente, la escena constante, la gestión convertida en espectáculo. Su combustible principal es uno solo: la humillación social acumulada.

Funciona porque promete algo parecido al amor. “Yo soy vos”, “yo digo lo que vos no podés”, “yo te vengo a vengar”. Y una sociedad cansada de sentirse rechazada o abandonada compra esa promesa. El costo es alto: esconderse detrás de otro, convertir la duda en traición, al adversario en enemigo, a la política en una guerra sin fin.

En la Argentina, este mecanismo se potencia por una experiencia repetida hasta el cansancio: crisis, promesas rotas, reglas que cambian, futuro que nunca llega. El abandono deja de ser abstracto y se vuelve cotidiano. Y el rechazo también: el “no te da”, el “no entendés”, el “no sos suficiente”. En ese caldo, la política deja de ser un acuerdo y pasa a ser revancha.

Pero hay una verdad incómoda que conviene decir: no hay egos desbordados arriba si no hay, abajo, un deseo de ceder el propio yo. La política del ego se sostiene cuando renunciamos a la pregunta esencial —¿quién soy?— y preferimos que alguien la grite por nosotros.

Entonces, ¿qué queda por hacer?

Volver a lo más simple y, a la vez, más arduo: elegirse. En lo personal, no canjear dignidad por pertenencia. En lo colectivo, no confundir liderazgo con mesianismo, intensidad con verdad, enemigo con adversario. Porque, tarde o temprano, todo eso se pone a prueba en la relación entre sociedad, poder y límite.

Ya sabemos cómo termina cuando nos escondemos demasiado tiempo: en cinismo, en ausencia, en un país que se acostumbra a no creer. Lo único que alguna vez cambia la historia es la presencia auténtica. Sin disfraces. Sin delegaciones.

Y la pregunta vuelve, siempre vuelve: ¿te elegís o te escondés? ¿Dónde depositás la esperanza? ¿Qué reliquia defendés cuando todo se mueve?

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