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La caída de Castillo, el último episodio de un Perú en crisis continua

INTERNACIONALES 11/12/2022 Juan Diego QUESADA
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Tiene facilidad para subirse a una caja de cervezas y electrizar a la gente que se congrega a su alrededor, como ha hecho tantas veces en pueblos remotos de Perú. La lente de la cámara, sin embargo, le intimida, le reseca la boca. Le pasó en un debate con Keiko Fujimori cuando era candidato y empezó a sudar en cantidades industriales, y le ocurre esta mañana de miércoles 7 de diciembre en la que ya es presidente. Está en su despacho, sentado en un escritorio de madera. Lleva enfundada la banda presidencial, se asemeja al retrato de un hombre poderoso, pero el temblor de las manos con las que sujeta unos papeles lo delatan. Su defensa dirá después que está drogado, que no es él plenamente. Pedro Castillo anuncia en ese preciso momento la disolución del Congreso, un ente que odia. Un autogolpe de manual. Acusa a la Cámara de no dejarle gobernar, de hacerle la vida imposible. Debería estar dichoso por descabezar a sus enemigos. Pero no lo está, porque en realidad se encuentra solo, solísimo.

No hay tanques en la calle ni multitudes que le respalden. Los surfistas a esas horas agarran olas en las playas de Lima, los oficinistas salen a almorzar. Hay una tranquilidad pasmosa. Ni los militares ni la policía le apoyan en su intención de gobernar por decreto, de encerrar a la gente en sus casas con un toque de queda. En tres horas, Castillo será detenido por sus propios escoltas. El Congreso le destituirá y su vicepresidenta, Dina Boluarte, le reemplazará. Se trata de uno de los intentos de golpe más breves de la historia. Pura improvisación, en homenaje a su año y medio como presidente. Muchos imaginaban un final desgraciado para un gobernante que llegó casi por accidente al poder, pero pocos creían que lo acabaría esposando y con la amenaza de una condena de entre 10 y 20 años por rebelión al haber caído en la tentación autoritaria.

“Castillo no es un accidente en la historia del Perú, es la exposición final de que se trata de un Estado fallido, sin ningún proyecto nacional”, dice César Hildebrandt, uno de los periodistas y escritores más importantes del país. En los últimos cuatro años ha habido seis presidentes distintos. Sostiene que el libro La historia de la corrupción del Perú, de Alfonso W. Quiroz, es el resumen del devenir de la nación. La acción desesperada de Castillo enlaza con la tradición peruana de tener presidentes que añoran ser caudillos: “Caudillos ávidos de saquear el Estado. Es una constante en nuestros 200 años de vida como país”.

Después de esa bravata de Castillo, Perú siguió en pie. “Pero es solo una ilusión. Las naciones no se derrumban como los edificios. Sencillamente, fingen estar ahí”, continúa Hildebrandt. El ya expresidente estaba rodeado en ese momento por asesores que ahora están siendo investigados como posibles miembros de una organización criminal que instigó el golpe. Un ex primer ministro, Aníbal Torres, un reputado constitucionalista que poco a poco se fue radicalizando en el Gobierno, ha anunciado que se pasará a la clandestinidad al sentirse perseguido por la justicia. Sostiene que él, sencillamente, estaba allí escuchando el mensaje presidencial, sin que estuviera enterado del asunto.

Lo mismo asegura el ministro de Defensa, Gustavo Bobbio, que apenas llevaba unos días en el cargo, algo nada extraño. El Gobierno de Castillo era la tapadera de una empresa de trabajo temporal. Decenas de ministros, asesores, primeros ministros y secretarios de Estado han desfilado en estos 18 meses por el Palacio de Gobierno. Bobbio era uno más de esa larga lista cuando, de acuerdo a su versión, se encerró en el despacho del presidente y escuchó su alocución a la nación. Según él, no sabía nadie. Entonces, ¿quién le escribió ese discurso al presidente? ¿Quién lo animó a saltarse la Constitución sin la más mínima garantía de que iba a tener éxito? Ese es el verdadero enigma. El ministro asegura que Castillo no consultó a nadie, ni siquiera con los militares, cuyo respaldo necesitaba para sostener la autocracia, el tipo de apoyo que recibió en 1992 Alberto Fujimori cuando hizo el mismo desafío. Y a él sí le salió bien.

El fracaso de Castillo revela qué poco ha cambiado después de que Fujimori dejara el Gobierno en 2000 tras una serie de escándalos de corrupción. Se marchó en avión a Japón y desde allí envió su renuncia por fax. “Por eso se votó a Alejandro Toledo (sustituyó a Fujimori) con una esperanza de cambio, renovación. Lo mismo ocurrió con Alan García, con Ollanta Humala. Esos cambios que se prometían en campaña no se cumplían, el Estado no se preocupaba por las necesidades básicas de las personas. Al revés, los presidentes se acomodaban a las reglas del juego del neoliberalismo y las privatizaciones. Castillo es uno más en esa tradición”, explica Cecilia Méndez, historiadora y profesora principal en la Universidad de California.

Paradójicamente, las dictaduras han transformado más el país que la democracia. El general Juan Velasco Alvarado decretó en 1969 una reforma agraria que expropió diez millones de hectáreas a grandes terratenientes y las repartió la tierra entre los campesinos. El padre de Castillo era un peón con un salario miserable que recibió un trozo de terreno propio en los Andes, en la región de Cajamarca. Se convirtió en un hombre libre. En los mítines del expresidente era común ver ondear banderas con la cara del general. Castillo lo admira. “Nuestras democracias no han sido democráticas, han sido elitistas. La tentación autoritaria viene de todos lados. Por ejemplo, el autoritarismo que ha mostrado Castillo con el golpe es también en respuesta a los intentos golpistas de un congreso que formalmente es parte de un sistema democrático, pero en la práctica no lo es”, continúa Méndez. “Castillo es producto de un Perú autoritario y de un sistema educativo profundamente desigual y mercantilizado, donde solo los que tienen plata pueden ir a los mejores colegios y universidades”.

Los partidos políticos tradicionales casi han desaparecido. Más de un tercio de los peruanos, según las encuestas, decide su voto dos días antes, incluso mientras hacen la cola. “Los partidos son vientres de alquiler de mafiosos. La política dejó de ser un ejercicio por la disputa de poder. Es más bien una subasta de intereses, a derecha e izquierda”, añade Hildebrandt. El sociólogo Sandro Venturo asegura que la gente ya no espera nada de los políticos. Los asocia a dos conceptos: corrupción y negligencia. “Oportunistas y criminales se animan a postular porque saben que los electores no son exigentes ni están atentos. Y así viene sucediendo desde hace dos o tres décadas. La cifra de autoridades sentenciadas o en proceso judicial es abrumadora”, suma Venturo.

Ante ese panorama, la ciudadanía se desconecta de los asuntos públicos. “Cada quien trata de sobrevivir o progresar al margen del Estado. Y, de nuevo, este es el mejor escenario para los mafiosos. El Gobierno de Castillo es la penúltima vuelta de este círculo vicioso. En el corto plazo, es probable que venga otra crisis”, abunda el escéptico Venturo. La presidenta Boluarte acaba de anunciar un nuevo Gobierno que necesita el respaldo del Congreso. Nadie tiene claro cuál será el nivel de estabilidad de ese Ejecutivo, nacido del fracaso rotundo de uno anterior. Miles de personas se han echado en la calle en los últimos días para reclamar un adelanto de las elecciones que, como mínimo, tardarían seis meses en organizarse.

Castillo ni siquiera tuvo intención de ser presidente. Lo fue por accidente. Lo presentó a las elecciones Vladimir Cerrón, el líder de un partido que no podía postularse por unas imputaciones por corrupción que arrastraba. De la nada, con pequeños mítines de pueblo en pueblo, comenzó a subir en las encuestas y llegó a la segunda vuelta por sorpresa. Entonces llegaron las cámaras y le enfocaron de lleno. El personaje quedó abrasado por los reflectores. Fue un presidente que pasó de una crisis a otra hasta que se suicidó políticamente en directo, frente a todo el país. El reflejo último de un país que no encuentra soluciones a su forma de gobierno.

Fuente: El País

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